martes, 15 de octubre de 2019

Chirac: le jeune loup

Chirac, ahora no sé muy bien si por la época en que estuvo por Argelia, en el lado equivocado.
Todos los acontecimientos políticos han sido si no creados sí fuertemente ayudados por unos oscuros hilos que mueven las cosas por detrás. La mayor parte de las veces ni llegaremos a saber nunca del color y características de esos hilos.
Si me ha gustado ver “Chirac: le jeune loup” (2006), realizada por un documentalista, Patrick Rotman, que parece haberse especializado en documentales relacionados con el Elíseo, es porque quienes aparecen hablando del político no tienen, precisamente, la boca cerrada, y explican crudamente (y eso me ha resultado sorprendente) bastantes de esos hilos.
Ya moviéndose entre los políticos o, sin parar, estrechando manos entre la gente. Según el documental, para intentar evitar enfrentarse con ese tremendo bobalicón insoportable: él mismo.
No lo he visto completo, porque debe haberse pasado por TV5Monde debido a la muerte de Jacques Chirac en sustitución del programa -de menor extensión- que tenia yo programado, y se ha cortado bruscamente cuando acaba de dimitir como primer ministro de Giscard d’Estaing, y se dispone -él y sus patrocinadores- a lanzar toda la artillería en una batalla contra él: el “patriota” contra el “modernista liberal”, explicaron un poco antes, cuando él era primer ministro y el otro presidente del Estado y parecía que jugasen en ligas diferentes.
Pero sí me ha dado tiempo para conocer el nombre de dos de esas personas, desconocidas para las grandes mayorías, pero de los que mueven los hilos. En este caso Pierre Julliet y Marie-France Garaud, instalados eternamente en Matignon. Por aquí, en la época de Felipe González les llamaban fontaneros. Hace poco ha surgido el nombre ese de “spin doctor”... O también he podido saber de las (muy productivas) conexiones familiares de Jacques Chirac con gente como el magnate Dassault, que tanto le ayudaron al inicio de su carrera política.
Uno de los que, alabándolo o dejándolo a la altura del betún, cuentan, retrospectivamente, cosas en el documental.
Eso y otra serie de chascarrillos y demás información sobre el personaje que ancló su poder en el distrito de Corrèze, justo donde se compró un impresionante castillito de nada... que por la “casualidad” de su nombramiento como patrimonio histórico un mes después de la compra, fue restaurado y preparado convenientemente a cargo del erario público.
El más suave calificativo que le atribuyen sus detractores es el de “depredador”. “Un primer ministro no dimite”, declaró un día ocupando este cargo. A los cuatro días lo hacía. ¿No nos suenan quiebros de éstos, sin que pase nada a quien los efectúa, pues siguen disfrutando del aprecio de la ciudadanía? Lo más triste de todo es que quizás, aunque se hicieran públicos los rostros y maneras de los que mueven los hilos, las cosas seguirían sucediendo de una forma parecida. Las tragaderas de la gente son enormes.

lunes, 14 de octubre de 2019

Daïnah la métisse

Las peculiares caretas de los pasajeros en la fiesta de disfraces.
Siempre digo que si la Filmoteca hiciera una retrospectiva lo más completa posible de Jean Grémillon, daría un buen puntazo. Cineasta muy especial, con unas cuantas películas, además, rodadas por aquí, es el autor de la magnífica “Remorques” (1941) y otras suyas no le van a la zaga.
Diferenciándose la de la mestiza Daïnah.

“Daïnah la métisse” (1932) también está ambientada en el mar, y es una misteriosa rareza. La Filmoteca la programó ayer dentro del ciclo ese que reúne una serie de películas prohibidas, perdidas / reencontradas o, lo más importante, restauradas recientemente por cinematecas de todo el mundo. La anunció como inacabada, lo que explicaría los sólo 51 minutos de su sesión. La sorpresa ha sido cuando, transcurridos los 51 minutos, nos hemos dado cuenta de que comprendían una historia completa, de principio a fin, sin que pareciera faltar nada en ella. El meollo de su intriga, eso sí, permanece abierto. Pero esto no deja de incrementar positivamente la sensación de misterio que toda ella transpira.
Daïnah con su marido, el prestidigitador, en su camarote.

Transcurre de principio a fin en alta mar, a bordo de un trasatlántico. Es un film de contrastes acusados. Se me permitirá decir que uno de ellos se encuentra entre la blancura de todos los trajes de los elegantes pasajeros y la negrura del rostro del misterioso prestidigitador, casado, pero con una relación extraña, con la que da título al film, que es, ciertamente, mestiza.
Una de las extrañas fiestas que entretienen la larga travesía. Le llamaban “el bautismo del mousse” -ignoro el real significado aquí de “mousse”-. Meten a un crío en un barreño y lo duchan bien duchado con una manguera.
Pero hay muchos más contrastes, destacando el existente entre el elegante pasaje, con sus bailes y fiestas y la tripulación de las profundidades de la sala de máquinas del barco.
El contrastado mundo de la sala de máquinas, por donde expresa su deseo de pasear la desinhibida Daïnah.
Un halo de misterio se desprende de cómo está relatada la historia del film, un acontecimiento que altera la larga travesía. Su ambiente va lográndose picoteando por aquí y por allí, en cortas escenas que acaban con una prolongada pausa: Dos señoras ya de edad intentan combatir el tedio mediante la lectura, pero una sorprendente escena posterior -bastante cómica- nos habla de que son otras cosas las que les agrada. La sofisticada mestiza propone un baile de disfraces, a cada uno más extraño, etc.

domingo, 13 de octubre de 2019

Un día de lluvia en Nueva York

Planeando la escapada a Nueva York.
Pues no sé: lo que es yo, me lo he pasado la mar de bien en el cine viendo “Un día de lluvia en Nueva York” (“A rainy day in New York”, Woody Allen 2019). Un rato divertido de los que en el cine ya sólo él, de tanto en tanto, parece poder ocasionar. Y eso que iba con miedo, a ver cómo resultaba la cosa.
Ella, comunicando la excitación por cómo ha funcionado el encuentro que le ha llevado a la ciudad

Se inicia con esa típica presentación de la historia por parte de uno de los personajes, vía voz en off, ya característica del director, para, poco después, gracias al viaje relámpago planificado por la joven pareja protagonista, pasar a recorrer un Nueva York decididamente “up” (aunque también aparezca el SoHo y su Dean & DeLuca), retratado como hacía mucho que no lo veíamos. Debe ser eso de que, mientras Barcelona y otras ciudades europeas sólo se las conoce como turista, Nueva York es el hogar de siempre de Woody Allen...
Entrando en un mundo.
Yendo en el taxi hacia el hotel, él le explica a ella en un periquete la historia de las últimas décadas de la ciudad, que corresponden aproximadamente a la que un servidor ha podido mínimamente ir experimentando: ese continuo peregrinar de los artistas de un barrio a otro en busca de espacios baratos y huyendo de la conversión en barrio de moda, ergo caro: SoHo, Tribeca, Brooklyn, etc.
Creyéndose integrar.

Quizás es la sorpresa, porque ya no suele surgir ese efecto en las proyecciones, pero me ha parecido que los diálogos de la película -sobre todo en toda su primera mitad, la segunda ya quizás prioritariamente pendiente de dar un obligado final romántico, encajando todas las piezas- son especialmente brillantes, desencadenando no pocas carcajadas.
Él mientras tanto haciendo tiempo.
Recorre el film una marcada ironía sobre el fondo cultural que quieren aparentar los residentes del up east side. Las citas de famosos escritores o cineastas son continuas en los diálogos del film, como reflejo de una sociedad que tiene como marca de distinción citar a la tuntún esos grandes nombres, por lo que piensan que visten. No es, no obstante, una auto-parodia completa: cuando Woody Allen rueda una secuencia en el MET lo hace en su sala de los impresionistas, posiblemente sin darse cuenta de que él está cayendo exactamente en el mismo defecto que critica.
En cualquier caso, tras ver la película entran ganas de volver a Nueva York para comprobar cómo resulta ahora, pasados los años, la sensación de la ciudad en un día brumoso...

Ta’ang

En un improvisado campo de refugiados en Birmania, junto a la frontera china.

Huyendo de la guerra en un “taxi”, con las pertenencias que han cabido.

Ya en la ciudad, esperando que un triciclo haga varios viajes para llevarlos.

Me informaron de que “Ta’ang” (2016, en Filmin) tenía la muy abordable extensión, para lo que estila Wang Bing, de dos horas. Esta mañana, cuando he visto que duraba en realidad 148 minutos, he estado tentado de tirarme para atrás y cambiarla por un mediometraje suyo que también corre (todos ellos sólo hasta el 6 de noviembre) por Filmin, pero finalmente me he lanzado.
Así, mientras no paraban de oírse helicópteros, yo andaba analizando qué había estado pasando en ese otro confín. En esta ocasión Bing ha rodado a ambas orillas de la frontera entre Myanmar y China, siguiendo a grupos de refugiados Ta’ang. Venciendo la somnolencia he ido mirándola, viendo cómo junto al fuego, en el exterior y de noche, una mujer explicaba a los que rodeaban la olla con algún alimento las penalidades que había debido sufrir ella y los suyos para alcanzar, sin saber cuál iba a ser su futuro, ese sitio a resguardo de la guerra.
Antes he visto cómo un par de jóvenes construían con bambú, lonas y la fuerza de sus manos un toldo para proteger del sol y del viento a cantidad de mujeres y niños, que se diferencian de los miles y miles de refugiados que campan por el mundo quizás únicamente por llevar, en vez de las típicas camisetas anuncio, trajes tradicionales. Eso era en Birmania, pero luego pasábamos a China a ver otro tanto con ellos mismos, ya desplazados a un campo de refugiados establecido en una explotación de caña. Y más tarde los hemos visto -abuelos, mujeres y niños- en un “taxi” (una camioneta abierta, llena de bultos) desplazándose hasta la cercana ciudad china y después, en varios viajes de triciclo, intentando llegar a algún sitio donde se les permita vivir.
Pero quizás donde si me he quedado atrapado especialmente, y creo que es lo que recordaré con el tiempo de la película, es, ya a la luz del día, cómo unos cuantos lugareños birmanos que han quedado atrapados cerca de las hostilidades, cargan lo que pueden en tractores y huyen camino arriba y, ya en el lado de frontera chino, cómo unas cuantas mujeres y niños, escapados con lo puesto, sufren la tensa espera de acontecimientos oyendo el tronar de la artillería, alguna ráfaga o explosivos, buscando un refugio donde pasar la noche.
Allí Bing, que lo graba todo, sigue con su cámara como nos tiene habituados a las que se desplazan y capta, por ejemplo, el instante en que un niño se agacha y presenta su espalda para que una mujer -¿su madre?- le cargue en ella el portabebés donde le suele llevar. A su corta edad ya está acostumbrado a colaborar.

Huidas con lo puesto, ven que la noche se les va a caer encima.





 

viernes, 11 de octubre de 2019

Una aventura de Sherlock Holmes


Los títulos de crédito surgen impresionados sobre unas sombras. En ellas se distingue, sobre la luz de un balcón, la silueta de Sherlock Holmes, que viste un batín, fumando de su pipa (primera fotografía).
La imagen que sigue -también únicamente sombras, siluetas- es de impacto: unos bobbies británicos conducen a un prisionero que, cuando se pasa a imagen real, en un juicio, descubrimos que no es otro que Moriarty, el eterno enemigo de Sherlock Holmes.
A estas tempranas alturas de “Una aventura de Sherlock Holmes” (“Sherlock Holmes”, William K. Howard, 1932), que ayer se pasó por la Filmoteca en una copia restaurada por el MoMA, no ha hecho sino aumentarte las expectativas con las que, conspicuo admirador del personaje, te han hecho desplazarte para ver una película que resultaba casi inédita.

A partir de ahí, salvo en contados instantes, que la hacen superar el nivel medio de agradable pasatiempo de sobremesa, la película, si llama la atención es, sobre todo, por una serie de cosas que chocan bastante:
-Primero, desde luego, la elección del actor para encarnar a Sherlock Holmes. Acostumbrados al posterior Basil Rathbone, más tarde su chupada figura ratifIcada por Peter Cushing, cuesta identificar al personaje de las características y magníficas deducciones con este más bien antipático actor (Clive Brook). No es que Sherlock no sea un personaje que se gane, con sus directas, nada políticamente correctas declaraciones y altanera forma de comportarse, la antipatía, pero digamos que al menos yo estoy acostumbrado a que, al actuar desde una elevada, insolidaria distancia, te hace disfrutar de esa antipatía, cosa que no pasa con la de Brook. Desde un principio te dices que vas a disfrutar mucho más con el familiar personaje de Watson y otros secundarios que con el mismo Holmes.
-Watson, sin embargo, apenas aparece, y su lugar lo ocupa un insólito niño -que no recuerdo en ninguna de las narraciones-. A esto hay que añadir otras licencias inauditas, como que Sherlock Holmes está a punto de casarse con una chica de una aristócrata familia, y que Moriarty, como todos los componentes de la banda de criminales que forma para su venganza, más parece un barriobajero personaje de TBO, pese a su gusto por el uso del método científico en sus fechorías, que el refinado aristócrata del crimen que se deduce de la lectura de las famosas obras de Conan Doyle. En resumen: Moriarty exterioriza demasiado su maldad, muy por encima de su -aquí inexistente- refinamiento.


Todo eso último seguramente se deberá a que la película parece ser la adaptación de una obra teatral, que debía jugar con los personajes una vez ya teóricamente acabadas todas las aventuras de Sherlock Holmes que en su día leímos. En cualquier caso, no hay que preocuparse demasiado: como para tranquilizarnos, en otra escena Sherlock Holmes toca el violín.
He dicho al principio que esas escenas iniciales con las siluetas de Sherlock Holmes y Moriarty entre los policías que lo llevan a juicio sí que apelan a la película que andas buscando. Hay más momentos de esos a lo largo del film. Pero es que hay una secuencia en la que la acción lleva a apagar todas las luces. Quizás el mismo realizador, consciente de que es en ese reino de sombras en donde mejor puede recuperar la representación de ese mundo mental, sea quien intente forzarlas.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Anni difficili

El cartero entrega a Aldo Piscitelli, delante de su casa, una postal de su hijo, reclamado en la península por el ejército. Pero previamente ya le ha recitado todas las noticias que el hijo da en la misma.
Soy de una generación que ya sólo pescó de Luigi Zampa los films de la última parte de su carrera y, sí bien me gustó alguna de sus comedias (recuerdo con especial cariño “Bello, honesto, emigrado a Australia quiere casarse con chica intocada” -1971-, en la que un solterón italiano -Alberto Sordo- emigrado a una Australia en la que escaseaban mujeres se vestía con su “Blue dress” “papitu va de curt” para recibir al bombón italiano que se había casado con él por correspondencia), no acababa de entender por qué razón su nombre aparecía destacado en todas las enciclopedias y diccionarios de cine.
Tenía idea de que habría participado de alguna manera en aquella magnifica andanada de postguerra del Neorrealismo Italiano, tomando posteriormente otra deriva, más pronunciada conforme pasaba el tiempo, pero hoy en la Filmoteca también he descubierto que al menos películas como “Anni difficili” (1948) tomaban posiciones muy críticas y no debieron llegar nunca a nuestras pantallas, por razones obvias.
Todo el pueblo acude a la plaza para oír por sus altavoces un discurso de Mussolini.
¿Qué razones? Pues que se trata de una revisión de cómo prácticamente toda la sociedad italiana, aunque luego lo negase, se dejó arrastrar por una ridícula ideología y sólo finalmente llegó a valorar que esa camisa negra que vistieron les costó, dramáticamente, un precio inasumible. Y que en la España de 1948 era imposible que se dejaran ver películas que planteaban eso, sobre todo si además resultaba que reflejaban la tramposa participación de los fascistas en la guerra civil española y en otros frentes.
Un escrito sobreimpresionado a un paisaje de Sicilia abre la película, vista en la Filmoteca en una copia inmensamente nítida, restaurada por la Cinemateca de Lausanne. El letrero más o menos dice que lo que caracteriza a una gran civilización es reírse de sus defectos. Eso Luigi Zampa lo hizo en 1948. Antes de 1943 ninguno de todos esos que se dejaron arrastrar por esa ola negra -los que se dejan arrastrar por cosas así altisonantes y multitudinarias, en general, adolecen de esa característica- se reían de sus propios defectos y, desde luego, ya se encargaban de no dejar que nadie ajeno se riera de ellos.
La peña de la farmacia, antifascistas que sólo se atreven a proclamar sus ideas entre ellos y a escondidas, en la trastienda.
Tras haber dejado tiempo a leer ese letrero, la cámara gira para mostrar la población de Modica, y concretamente la casa de la familia protagonista, los Piscitello. Un piso alquilado en el Palazzo del Podestà, un personaje muy importante en la película, siempre dispuesto a cambiar de camisa (aquí literalmente) para seguir chupando del poder. He colgado una vista actual de Modica y la casa es la de la izquierda de la Iglesia, que da a la plaza.
Lo mejor de la película es que, pese a explicar una historia de lo más dramático, nunca abandona el buen humor. Por ejemplo el personaje del abuelo, sordo total, actúa como elemento cómico incluso en los momentos más trágicos. Pero es que además hay momentos hilarantes. Yo me he carcajeado en una escena en la que el farmacéutico -uno de los pocos antifascistas de la población- atiende a una mujer con camisa negra a la que le ha dado un vahído por ahogo en la concentración pro Mussolini de la plaza. La intenta reanimar con unas palmaditas en la mejilla, pero cuando ella reacciona y parece seguir susurrando lo que gritaba previamente a coro con toda la gente (¡Duce, Duce, Duce!), las palmaditas se convierten -ya no aguanta más- en auténticas bofetadas.
Aldo Piscitello escucha en casa, junto a su mujer e hija -ganadas para la causa fascista- noticias del frente de guerra, en el que tienen a su hijo. El abuelo, que es sordo como una tapia y no se entera de nada, se prepara para comer.
Por destacar algo, recordando lo ridículo de los símbolos que cautivan, sin rasgo alguno de vergüenza, a los que se dejan llevar por las trompetas patrióticas, menciono aquí el fracaso señalado por la película de un par de acciones planificadas con ánimo poético, en busca de imagen cautivadora de masas:
-Un convencido por la causa -que seguramente ha oído las noticias oficiales- esgrime, para convencer a un conocido de que Alejandría está a punto de caer en manos del ejército italiano, una imagen simbólica de peso: Mussolini prometió entrar con un caballo blanco en la ciudad conquistada y ese caballo blanco ya había sido enviado hacia allí por avión. Por otra parte, argüía con la seguridad de los conocedores de los detalles, en todas las iglesias están preparados los campaneros para hacer sonar las campanas cuando llegue la noticia de la victoria, que está al caer.
La fachada de la Iglesia de Modica y vista del pueblo en fotografía actual -sospecho que algo retocada-cogida prestada de la red. A la izquierda, dando su frente a la misma plaza, la casa del Podestà, donde en la ficción figura que éste ha cedido sitio a los Piscitello.
Ni que decir tiene que el caballo blanco se repatrió lo más calladamente posible y los campaneros bajaron -todos en silencio- de las torres.
En la sesión nos ofrecieron de aperitivo este magnífico trailer de la película:

https://www.youtube.com/watch?v=JXboNyuoR1Y

lunes, 7 de octubre de 2019

La batalla desconocida



¡Qué historia más interesante la que relata “La batalla desconocida” (Paula Cons, 2017)! Es un documental sobre la explotación del wolframio español durante la guerra civil y la Segunda Guerra Mundial que pasó por La 2 este fin de semana y del que pongo su enlace al final.
Unas cuantas informaciones sacadas del propio documental:
-El wolframio es uno de los metales de más densidad y con el de punto de fusión más elevado (más de 3.000 grados centígrados). Esa característica lo hacía muy atractivo para acorazar carros blindados y proyectiles, pues con él no se deformaban pese a quedar expuestos a altas temperaturas.
-La ayuda alemana a Franco durante la guerra no fue en absoluto altruista. Procedieron a cobrársela por el antiguo procedimiento del trueque. A cambio de su aviación y demás recibieron secretamente grandes competencias en minería para la obtención, sobre todo, de ese metal.
-Durante la II guerra mundial se produjo una guerra económica entre los aliados y los alemanes sobre el wolframio español que elevó exponencialmente su precio. Franco practicó en ella esa característica suya tan enervante de la aparente pasividad y de la navegación en dos direcciones opuestas.
-Fruto de esa guerra comercial, se vivieron por las zonas mineras en las que había ese material acontecimientos equiparables a los de la fiebre del oro norteamericana. Un testigo habla de que a su pueblo le llamaron “el Madrid chiquito”. Los pequeños robos, el estraperlo y el robo descarado de las altas instancias oficiales se hizo patente.
-La disposición de archivos extranjeros ha permitido resituar unas cuantas mentiras construidas trabajosamente por el régimen franquista. Es ya conocida documentalmente la verdad sobre la utilización de testaferros de alcurnia para ofrecer la apariencia de española a sociedades como la Sofindus (que velaba por los intereses alemanes en la Península)... y una empresa similar por parte de los aliados.
-En la inmediata postguerra se pusieron a trabajar en las minas de wolframio presos políticos, que al tratándose en general de gente de cultura, ayudaron al desarrollo de las atrasadas poblaciones mineras.
Para que no se diga que no quedan historias increíbles enterradas por el tiempo.

domingo, 6 de octubre de 2019

Colette


Contemplación en mortecina sesión de sobremesa de domingo de “Colette” (Mash Westmoreland, 2018), que responde muy fielmente al arquetipo del “trabajo esmerado del equipo de producción”. En un momento dado, el matrimonio formado por Colette y Willy, su aprovechado primer marido, visitan una casa de campo que acaban de comprar con el anticipo de una novela de la serie de “Claudine”.

En ese momento se me abren, incrédulo, los ojos. Ella pasa a una habitación en la que tres hombres están puliendo, cepillos en ristre, el parquet. Es literalmente el cuadro de Caillebotte animado.

A partir de ese momento me habría gustado que los detectores de imágenes no fueran la pieza más retrasada del actual mundo digital, para ir viendo qué famosos cuadros, cuyas imágenes hacen que cantidad de planos te resulten familiares, han ido usando para que la gente salga del cine diciendo: ¡Qué bien retratado está el ambiente del principio del siglo XX”
Algún plano no está sacado de un cuadro, sino de una fotografía de la época de la pareja.

Irene Jacob en el barrio Mazarin

Irene Jacob y Vincent Perez en un alto junto a la Fontaine des 4 dauphins.
Es quizás el barrio de Aix-en-Provence que más me gusta. Limitado al norte por el Cours Mirabeau (habrá que esperar unos treinta años a que crezcan y se hagan frondosos los nuevos árboles de la clapa actual debida a los majestuosos que tuvieron que retirar). Iniciado en el siglo XVII por el obispo Mazarin, hermano del cardenal, por él se respira el ordenado aire del XVIII.
La Fontaine des 4 Dauphins, en la encrucijada central del barrio, en la actualidad.
Fue por él donde Antonioni/Wenders ambientaron el cuarto y último capítulo de su “Más allá de las nubes”. (1995). Vincent Pérez cree conseguir, fruto de ese paseo nocturno por un barrio casi mágico, el consentimiento de Irene Jacob a pasar la noche con él. Recorren sus solitarias calles, se paran a seguir su conversación junto a la Fontaine des 4 Dauphins, vuelven a recorrer unas calles que devuelven el eco de sus pasos,... hasta que llegan al edificio donde parece vivir ella. Él le sigue por la escalera hasta la puerta de la casa, que ella abre...
La rue Cardinale. Al fondo, la Fontaine des 4 Dauphins.
Traiciones de la memoria: creía que el actor era John Malkovich. Ahora veo mi error: hacía de director y a su modo relator del film, observaba, dando juego, eso sí, a un travelling vertical en ascenso y descenso por la fachada del pequeño hotel, en el mismo barrio de Mazarin, con el que acababa la película.

La plaza de la Iglesia gótica en la que entra la pareja.

sábado, 5 de octubre de 2019

Al oeste de los railes

Los penetrantes travelling invernales del tren por un paisaje industrial que va convirtiéndose progresivamente en ruina.
Tenía una espinita clavada con respecto a Wang Bing. Cada vez que valoraba positivamente alguna de sus películas, alguien me respondía que la de las suyas que realmente estaba bien era la primera, la mastodóntica “Al oeste de los raíles” (2002). Yo no la había visto, y a ver cuándo se me ofrecería la oportunidad y yo dispondría de los 556 minutos que duraba para poderla ver.
Sergio Sánchez, que descubre todas estas cosas sin aparente esfuerzo, comentó el otro día que en Filmin había, por un tiempo limitado, la oportunidad de ver buena parte de su filmografía y, entre otras películas, ésta. Había llegado por fin la mía.
El dantesco trabajo que aún sigue en los altos hornos.
Al empezar, un largo travelling. La cámara, subida a una locomotora con sus raíles sobre la nieve, va adentrándose por todo un nocturno, invernal y viejo paisaje industrial, llegando a cruzar una calle principal de ciudad. Pero ya volveremos a ver estas hipnóticas escenas con amplitud en la tercera de las partes en que se divide la obra, la que lleva por título “Raíles”, centrado exclusivamente en el mundo ferroviario de la región, una religión industrial en proceso de desaparición del norte de China, en la que todas sus fábricas tenían un ramal ferroviario para carga y descarga.

Un obrero yendo a ducharse. En esta ocasión lleva una toalla a la cintura, quizás para llevarla cómodamente. Las más de las veces se quedan desnudos por completo, participando como tal cosa en la conversación, y pudorosamente un borrón difumina sus partes pudendas.
Previamente, la primera parte, la más larga, “Herrumbres”, se centra en las decrépitas instalaciones de un conjunto de siderúrgicas y los pocos obreros que ya trabajan en ellas, quienes van viendo cómo se va reduciendo su actividad, hasta quedar despedidos, sin trabajo. Cuando aún tienen algo de actividad muestran el dantesco mundo de los altos hornos (me volvieron, extremadas, las imágenes -casi de película de vanguardia soviética- de la antigua Torras Herrería en el Poble Nou de los años 70), al tiempo que me han permitido por fin poner imagen a lo que debieron ser los interiores de los enormes centros fabriles chinos de Albania, por los que pasamos sin detenernos.
Una de las múltiples áreas de descanso, ésta de las más apañadas, que aparecen en la película.
La segunda, “Vestigios”, por su parte, retoma la misma localización y tiempo, incluso alguno de los personajes previos, pero centrándose en esta ocasión en sus precarias viviendas y en cómo van asumiendo el irreversible proceso oficial de destrucción de su barrio, hasta ser -los afortunados- recolocaros en casas de pisos.
Uno de los callejones -éste muy amplio- donde viven los obreros que quedan y sus familias, de donde son progresiva pero inflexiblemente desalojados, a base de ser arrasadas con una excavadora sus precarias casas.
Como nos tiene acostumbrados en toda su obra, Wang Bing va siguiendo incansable, con su cámara al hombro, a sus personajes, entra y está con ellos en sus viviendas, trabajos, áreas de descanso. Parece increíble la claridad, sin pelos en la lengua, de los diálogos de éstos, con denuncias de los robos de los directores de sus fábricas, o la evidencia de sus propias triquiñuelas robando carbón con el que calentarse, de tal forma que se diría que ignoran su presencia con la cámara, pues hasta llegan a pasearse desnudos varías veces delante suyo sin ningún reparo. Pero si se piensa bien, es todo lo contrario: la presencia de Wang Bing se hace notoria en varias ocasiones, aunque en todo el metraje no aparezca, de hecho, más que su sombra. El perro del viejo Du vemos que ya se ha acostumbrado a ella, en algún momento ciertos personajes se dirigen a él, dispuestos a contarle su historia o incluso un ferroviario en una ocasión les dice a unos compañeros un alegre ¡Saludemos a la cámara!
Planteándose su futuro en una reunión, comentando cuánto dinero han dado a una u otra familia vecina.
Ahora que la China va camino de ser -si no lo es ya- la mayor potencia del mundo, lo que ha ofrecido Wang Bing con su película a las nuevas generaciones de sus paisanos (y al mundo entero) es un gigantesco monumento, gracias al que podrán ver de dónde venían, en qué penosas condiciones vivían y trabajaban sus antecesores.
Los habitantes empiezan a expurgar todo lo aprovechable.

Y se lo llevan para su venta o para usarlo en su nuevo hogar.


En la que debe ser la escena posiblemente más enternecedora de la película, en su tercera parte, el chico de 17 años de la derecha (del que unos ferroviarios han comentado entre sí previamente que no ha crecido bien por la escasa y mala alimentación recibida), recupera a su padre, el viejo Du (el de la izquierda), tras una semana en calabozo por su pillaje de carbón para calentarse un poco en el mísero sitio donde viven e, incapaz de superar la tensión vivida al encontrarse por primera vez solo, estalla en lloros y empieza a pegarle, en lo que parece una crisis esquizofrénica.