viernes, 19 de julio de 2024

Sospecha





¡Qué bien va, según cómo, la falta de memoria. Fui ayer a la Filmoteca a ver “Sospecha” (1941), una de las películas de Hitchcock que creía recordar por completo: toda su primera hora, la más dinámica y divertida, la vi como si lo hiciera por vez primera. De hecho casi sólo recordaba las secuencias por acantilados y poca cosa más.
Aunque ambientada la película en Inglaterra, estamos ya en la etapa norteamericana de Hitchcock. Es verdad que sigue utilizando decorados construidos y transparencias, pero los primeros están acabados de forma más realista y las segundas rozan la perfección. Las secuencias se suceden de una forma más orgánica, sin sobresaltos, todas ellas envueltas en una música que en mi opinión uniforma y subraya. Vamos, que mi teoría es que este buen acabado general resta la frescura que siguen hoy en día presentando sus películas inglesas. Pero vaya, centrado esto, sigue siendo muy interesante su visión.
El film empieza, haciéndonoslo familiar, en un compartimento de un tren, en el que Johnnie Aysgarth (Cary Grant), un vividor con gran éxito con las jovencitas, que frecuenta los lugares de buena sociedad, coincide con una chica estudiosa, hija de millonarios -y considerada solterona sin remedio-.
Joan Fontaine no es Katherine Hepburn, pero la primera media hora de la película, hasta la boda entre ambos, podría muy bien ser una comedia de Howard Hawks con esos dos actores. Huelga decirlo, nadie pondría “Sospecha” como película positiva desde el punto de vista de la perspectiva de género…
Tras la boda se produce un cambio brusco en la actitud de Johnnie, y todo el resto de película avanza en dientes de sierra: ella se desespera tras enterarse de una bochornosa actuación de su nuevo marido… hasta que le llega un alivio aún superior cuando él le hace ver que no se ha comportado mal y sólo ha sido un malentendido, y vuelta a empezar con otra sospecha aún más grave una y otra vez. Es divertido ver cómo Hitchcock va oscureciendo cada vez más, coincidiendo con esos puntos álgidos de la sospecha de ella, la cara de Johnnie.
Como en todos los Hitchcocks, una buena colección de actores secundarios (con papel mínimo el que hace de fotógrafo en la cacería, pero con papel importante -el bonachón e inocente amigo Becky- Nígel Bruce) y algún gag que puede pasar desapercibido, como el de ese investigador de la policía obsesionado, seguramente muy extrañado, al ver el pequeño cuadro de Picasso en una pared de la casa.
Disfruta Hitchcock insertando una pequeña escena mostrando cómo corta el pollo el forense, mientras habla de una exhumación de un cadáver. Parece un claro antecedente del asqueroso pollo de “Eraserhead”, el primer largometraje de David Lynch.
Y si se ve forzada la escena cumbre que todos los que hayan visto la escena recordarán y se sale del cine pensando que cosas previas observadas en Johnnie no se borran y siguen ahí para temor del futuro, sólo resta pensar -tras leer el trozo correspondiente de “El cine según Hitchcock”- cuán fuerte sería el poder de Hollywood, para imponer su tergiversación radical en la adaptación de la novela de base. Y lo poco que le debió gustar al director dar su brazo a torcer.




 

La divine croisière

El plante de los marineros ante el armador.

Un pueblo exhausto.

Ella y el patrón del barco. Él, sutilmente separado de ella por una red.

Marín Karmitz, a través de su “Mk2 Curiosity” tiene la buena costumbre de ofrecer la visión gratuita de películas olvidadas. Es el caso ahora de “La divine croisière” (1929), una película de Julien Duvivier que se pensaba perdida, hasta que se descubrió y restauró en 2021.
Película de ambiente marino, como señala esa primera imagen de unos veleros sobre los que están sobreimpresionados sus títulos de crédito, un rótulo te informa de la situación de partida: en un castillo (veremos su exterior e imágenes interiores de sus grandilocuentes arcos neogóticos y bellos picados sobre su adamascado pavimento) de un pueblo costero vive un armador que ha enriquecido con malas artes y es odiado por todos y su hija, que conserva, en cambio, la amistad con los de su antigua clase.
La sesión se estructura en dos navegaciones, una primera expedición en un barco en malas condiciones, al que ha obligado a zarpar el armador, y una segunda la de otro barco que sale, pasado el tiempo, en busca de la tripulación del primero, cuando la hija del armador ha tenido una visión, trasmitida por la Virgen, de que siguen vivos.
Todo eso da para una serie de momentos bellos de ver, como el del primer barco saliendo del puerto, tras la bendición del cura, sólo propulsado por el viento, que tensa sus velas, o la procesión de las mujeres del pueblo, con ropas tradicionales, en rogativa por los ausentes.
Y, desde luego, por una serie de vistosas aportaciones de Duvivier, en forma de escenas paralelas (como las del plante de los marineros, negándose a embarcar, frente a los perros persiguiendo a quien, desesperado, ha atentado contra la vida del armador), pantallas multiimpresionadas (ver foto) para dar a entender la mente perdida de ella por la desesperación de sentir a su amado perdido, travellings como el que muestra la magnificencia de la mesa de un banquete en el castillo siguiendo el acto de ir un camarero escanciando vino copa tras copa.
También planos muy bien calculados, como el de la pareja, él tras una red (ver foto) separado de ella, por prohibición del padre y premonición de la futura separación y naufragio. O hasta las imágenes del segundo velero, viradas en azul para simular ser nocturnas, que casi recuerdan al barco de Nosferatu.
Pero lo que más destaca en la película, en mi opinión, es la proliferación de primeros planos de rostros muy ortodoxos, es decir, para tomados para captar y hacer ver su más mínimo matiz psicológico, de acuerdo con la escena de que se trate.
La única lastima es que la historia, muy lineal, parezca propia de sesión parroquial, con transfiguración de cuadro de la virgen, devociones, agradecimientos divinos y hasta eso de querer hacer simpático al emprendedor y algo rechoncho cura que acoge a niños huérfanos, que me ha recordado sobremanera -en lo físico y en sus acciones- a un famoso rector poeta que era la fuerza viva número uno de Tona por los años 60 y 70.

De entre el festival de primerísimos primeros planos.

La mente de ella descompuesta, ilustrada con una serie de multiimpresiones.

Un marinero con cara de pocos amigos…



La hija ya no tolera a su padre.

Y pintando la virgen de la “Stella Maris” que le trasmitirá una visión.

La procesión.




Mr. le curé.
 

Young & Innocent

Para empezar con una imagen representativa de la película, fotograma de cuando aún hay desconfianza entre los dos.

El turbio personaje del prólogo, ante la tormenta.

Interrogatorio de nuestro falso culpable.

La scout, hija del comisario jefe, respetando su instinto acude en ayuda de la víctima.

Mr. Briggs, abogado de oficio que le cae en suerte, da muestras de su impericia.

Ella ejerce en su casa la labor de madre con sus hermanos.

El canon sobre Hitchcock resultará ser, finalmente, bastante sensato. “Posada Jamaica” (1939) sólo se salvaría si buscamos sesiones de tarde televisiva con películas de aventuras, mientras que “Mr. and Mrs. Smith” (1941) es una comedia americana a la que Hitchcock le dedica sólo una frase en su conversación con Truffaut, diciendo que respondía únicamente a cumplir la promesa dada a Carole Lombard de que un día le dirigiría una película, pero que se limitó a rodar línea por línea el guión que le presentaron. En ninguna de las dos, pues, por mucho que se rastree, encontramos a Hitchcock.
En cambio “Young & Innocent” (1937), a la que yo mismo consideraba también de sus peores películas, me sorprendió ayer enormemente.
Aún de la época británica, puede verse como una síntesis de todo aquello a lo que Hitchcock ya nos acostumbraba y, sobre todo, nos habituará más tarde.
El prólogo, con la confrontación de una pareja, una tormenta, acantilados y una mirada terrible, nos previene de una posible desgracia. Efectivamente, en un inicio de historia similar al de un montón de series “policiacas” televisivas de hoy en día, pero muy bien rodado, aparece entonces en una cala el cadáver de una mujer, arrastrada por las olas del mar hasta la playa.
A continuación, todo son terrenos en los que Alfred Hitchcock se siente más que bien:
-Reproduce un raccord similar a los que ya empleó profusamente al inicio del sonoro: el grito de unas mujeres se confunde con el de unas gaviotas.
-Surge el que será protagonista de la función, una vez más un falso culpable… Pronto, en la comisaría distinguiremos a la chica que sabemos se convertirá en su ángel de la guarda y le ayudará a demostrar su inocencia. Ambos emprenden la búsqueda de los elementos que la demostrarían y, al final, del verdadero asesino.
-Aparecen personajes secundarios, servidos por magníficos característicos, como los que siempre amueblan muy convenientemente las películas del director, generalmente aportándoles humor. Aquí está ese abogado sin un centavo ni la más mínima experiencia, Mr. Briggs, ese policía uniformado gordinflón o el mismo vagabundo que será pieza clave por el final.
-Surge una vez más ese escenario al que acuden nuestros protagonistas (aquí se trata de una fiesta familiar en casona burguesa) y del que les va a ser muy difícil escabullirse.
-Vuelve a verse una vez más cómo le gustaban los trenes, las maquetas (esa estación en el pueblo, por la noche) y las transparencias.
-El clímax se alcanza en un local enorme y repleto de gente (aquí el salón del Grand Hotel), donde van a coincidir los malos, los buenos y la policía.
-En “39 escalones” encontrábamos a ese entrañable personaje, Mr. Memory, que no podía prescindir de la verdad. Aquí la cámara se acerca hasta encuadrar la cara embetunada de ese batería en principio personaje insignificante, que siempre pasaría desapercibido, que, sin embargo, al no poder evitar su nerviosismo, atrae irremisiblemente la atención de todo el mundo, más y más, hacia él.
En algún momento de la proyección, te das cuenta de lo sumamente mínimos que son los elementos que vertebran toda la acción de la película. Aquí se trata de un impermeable y su cinturón, buscados con ansia increíble. Con tan ligero andamiaje sostiene Alfred Hitchcock la atención de los espectadores a su película.
Tras dos noches saliendo de la Filmoteca entristecido, porque el Hitchcock de turno no respondía a lo esperado, ayer volví la mar de feliz a casa, el ánimo renovado.

Atrapados en la fiesta de cumpleaños.



¡Toma transparencia!



 

miércoles, 17 de julio de 2024

Claude Lanzmann en Corea del Norte

Parece que un fallo del sistema deja que cuelgue esta foto. Corea del Norte es un país oculto. Pocos son los que han podido ir por ahí, bajo limitaciones y una férrea vigilancia. Por lo tanto, son escasas las imágenes que te permiten figurar su fisonomía. Las empresas que quieren hacer negocio de eso han comprado los derechos de la gran mayoría y no dejan usar libremente ninguna. Lanzmann, en sus memorias, habla de una policía como ésta, de sus gestos casi automáticos, más propios de una máquina, dirigiendo el flujo de…peatones, que se dirigen dócilmente a su destino, sin osar infringir ni un poco las orden de la policía de tráfico, que representa la autoridad.


Pasaron “Napalm” (2017) en el ciclo que la Filmoteca dedicó recientemente a Claude Lanzmann, pero no asistí. Debía tener algún compromiso que me impidió ir, y el que la aceptación crítica de su último documental fuera totalmente negativa debió ayudar a mi deserción.
Ahora, tras haber leído la historia correspondiente en “Le lièvre de Patagonie”, me arrepiento de no haber hecho todo lo que estaba en mi mano para verlo.
Corre por ahí también un documental de François Mangolin (“L’automne à Pyongpyang, un portrait de Claude Lanzmann”, 2023) que, recogiendo entrevistas que le hizo en la capital de Corea del Norte durante el rodaje de “Napalm”, consta como la última entrevista en profundidad hecha a un Lanzmann ya de 90 años pero muy lúcido, en la que, aparte de otras mil cosas de su ajetreada vida se ve que habla, evidentemente, de este episodio. Pero ¿alguien lo ha podido ver?
Claude Lanzamann explica en sus memorias (publicadas en 2009), tras haber relatado los pormenores de sus dos estancias en Pyongpyang, que no se ve haciendo la película de ficción sobre su historia de amor en 1958 con una enfermera del lugar, sobre todo porque se ve incapaz de reconstruir a lo cine norteamericano la ciudad recién destrozada por la guerra, pero en cambio sí haciendo un documental mostrando el contraste (y, en el fondo, la permanencia, la inmutabilidad de todo un país) transcurridos cincuenta años. Esa era la idea que llevo años después, supongo, a “Napalm”.
Sin ver esos dos documentales, que pueden decepcionarme un montón, quizás sea mejor quedarse con la narración de ese viejo zorro en sus memorias…

De “L’automne à Pyongyang”

Idem

La historia de amor de Lanzmann con la enfermera guarda relación con un paseo en barca por el río que cruza Pyongyang. Pero las barcas que podían verse en 2008 ya no tenían nada que ver con las de 1958…. Imagen de “Napalm”, que me permite suponer que hace en el documental lo que dice que haría en la novela en el caso de poder rodar allá: Mostrar la parálisis de la ciudad y sociedad y en voz en off explicar lo que le pasó.
 

martes, 16 de julio de 2024

Peaux de vaches


Tiene Patricia Mazuy mucho prestigio, y se le considera de las más interesantes directoras francesas. No había tenido yo suerte en mis aproximaciones previas, y ponía en duda la justicia de esta valoración.
Pero anoche vi “Peaux de vaches” (1989; en TV5Monde VOSE) y me dio un decidido empujón para entrar a formar parte de sus aduladores.
Suerte, no obstante, que aguanté su preámbulo, toda la secuencia anterior a la aparición del título, que me pareció horrenda y estuvo a punto de hacerme abandonar. Habría sido un error mayúsculo, porque lo que sigue es una sorprendente película, que mantiene la tensión hasta su final, al menos con un servidor boquiabierto.
Jean-François Stévenin regresa a la granja de su hermano después de diez años del acontecimiento del prólogo. Su hermano se ha casado (Sandrine Bonnaire hace de su mujer) y ha tenido una niña.
El personaje de Stevenin es el de un tío pirado, desagradable con todos, y desencadena una serie de reacciones que me han recordado, aunque en un registro totalmente diferente, a las que provoca el del “Teorema” de Pasolini.
He situado la granja y el pueblo de la película, no sé si acertadamente, porque Mazuy veo que es de Dijon, en le Nord (por la televisión se oye nombrar a Lille). Casi todo lo que aparece en la película (decoraciones caseras o del coche, fiestas,…) es de una fealdad llamativa. Todos los personajes tropiezan entre sí, tiran cosas continuamente, pero los dos hermanos, especialmente, andan abrazándose y peleándose alternativamente. Parecen pertenecer a un mundo atrasado, algo embrutecido -el de la payesía-, que no queda precisamente bien en la película. Y quizás, como dice el título, al menos ellos dos no pueden salir de él, tienen pelo de vaca.
Y, entre escena y escena, Patricia Mazuy sitúa un plano de cielos, que suelen aparecer con unos oscuros nubarrones surcándolos.
Da gusto haber descubierto el nervio desarrollado de principio al fin del film por la realizadora, de quien seguiré probando si otros de los suyos, después de este primer largometraje, mantienen el nivel.










 

lunes, 15 de julio de 2024

Siminiani y su libro, a Santander


Veo que el sábado va Siminiani a la Librería Gil de Santander para hablar del libro que, editado por Antonio Morales (que también acudirá a Santander), le ha dedicado la Filmoteca de Andalucía, del que hablé el otro día tras descubrirlo, comprarlo y leer su larga y provechosa inicial entrevista.
Ahora ya me he leído el libro entero, y puedo decir que lo juzgo muy interesante. En él, además de la mencionada entrevista te encuentras con que:
-Lucía Salas, en su mirada desde el otro lado del charco, construye toda una historia de un cine de lo más rico surgido de la pobreza total provocada por la crisis económica.
-Jonay Armas logra, en su capítulo sobre los cortometrajes de Elías Leon Siminiani, algo tan difícil como deducir los elementos comunes existentes en toda una obra de apariencia tan dispersa.
-Carlos Losilla vuelve a ver “Mapa”, la sitúa como cima de una posible nueva vía que surgía en el cine español y la relaciona con todo el otro cine de Siminiani, con nuestra reciente historia, con nuestro cine comercial y con nuestra situación actual.
-Juanma Ruiz encuentra en “Apuntes para una película de atracos” la síntesis de todas sus demás películas.
-Elena Duque habla de “Síndrome de los quietos” (que no he podido aún ver) como si se tratase de los sucesivos pliegues de una pasta en un croissant.
-A Jara Yáñez le ha tocado hablar de “Arquitectura emocional 1959” y a Eulàlia Iglesias, por último, de las participaciones de Siminiani en ese género televisivo del “true crime”, entregando ambas dos textos que he visto como los más “formales”, menos “juguetones” del libro.
Un libro, en cualquier caso, que me parece de gran interés elucubrando sobre las cosas de Siminiani, pero también sobre cómo va configurándose el panorama de nuestro cine.
Y una sesión de Presentación en Santander de las más interesantes.


 

A arte de morrer longe


Una pareja en proceso de separación. Están en la difícil fase del reparto de bienes -¿quién se lleva qué? Ella se desespera ante la apatía de él -quien, decididamente, no está para la labor-, cuándo llegan a un escollo grande: ¿qué hacer con la tortuga, testigo mudo de todo?
“A arte de morrer longe” (Júlio Alves, 2020; en Filmin), está formado por escenas yuxtapuestas, una tras otra, que van dando cuenta del panorama y de una situación estancada. Encuadres estudiados, pocos diálogos y momentos de irrupción de ideas felices, como, por ejemplo, esos golpes en el cristal de ella que acaban bruscamente con el ambiente idílico que había envuelto a él y a su habitación.
La confirmación, una vez más, de que el cine portugués juega en otra liga. Sobre todo con gente como Alves, que veo ahora es autor de una exploración del cine de Pedro Costa.
Cuesta un buen rato darse cuenta de que se trata de una comedia, pues es una comedia en la que la observación, y la puesta en escena para facilitar ésta, es la protagonista. Quizás sea porque es con la comedia con la que pueden tratarse los temas más serios.

 

sábado, 13 de julio de 2024

The edge of the world



He tenido la (bendita) oportunidad de ver “The edge of the world”, la primera película importante de Michael Powell, que quería ver desde que leí las largas explicaciones que el director le dedicaba en sus memorias y encontré unas cuantas de sus bellas capturas de pantalla.
Aunque se le oye a los personajes llamarla Hirta, Powell fue a rodar su película a una isla muy distante de Hirta (San Kilda, la más occidental y alejada de las Hébridas Occidentales): a la isla de Foula, en las Shetland. Lo había preparado todo para rodarla en la primera, pero finalmente le denegaron el permiso correspondiente y tuvieron que buscar una similar.
Esa localización en una solitaria isla a muchos quilómetros de tierra firme y sus facilidades es, en cualquier caso, la que constituye la película. Foula, dice Powell, se disputa con Hirta, precisamente, tener los acantilados más altos e impresionantes de todas las islas escocesas, lo que ya es decir.
En un prólogo introductor del largo flashback, vemos un velero, con dos hombres (uno de ellos interpretado por el propio Michael Powell) y una mujer, llegar a la isla, que encuentran abandonada. El cómo se vacía irremisiblemente el mundo rural, y de forma agudizada el de las islas, es el tema de la película.
En el flashback seguimos la historia de dos amigos y la hermana de uno de ellos, novia del otro. Ambos tienen ideas contrapuestas sobre si se debe abandonar la isla para ganarse la vida fuera o permanecer a ver si se frena su decadencia, y dilucidan sus diferencias mediante una estúpida apuesta. El padre de los hermanos, muy rígido, tendrá un papel muy importante en la trama.
Pero la historia sólo sirve para hablar de ese proceso de desertización y la desgracia de que eso suceda, porque con él desaparecen unas tradiciones y conocimientos muy antiguos y singulares. Powell se esmera en retratar la belleza alucinante, muy salvaje, de la isla, sus costumbres y trabajos. De hecho, diría que se echa en falta lo garantía que, años después, supondría Emeric Pressburger en el guión.
Faber & Faber le editó el libro que escribió sobre su hazaña en la isla: “200.000 feet in Foula” y la película, con un cierto éxito de estima, la vio Alexander Korda… y contrató a Michael Prowell, que ya no dejaría de hacer películas bien montadas e interesantes a partir de entonces.