lunes, 16 de junio de 2025

Lo que decía y ocultaba Fritz Lang



Preparando la presentación de una película de Fritz Lang, me he vuelto a encontrar frente a la figura y carácter (ambos imponentes) del cineasta.


A finales de los 70 y principios de los 80, tras su muerte, todos se aprestaron a comentar que había desaparecido el último dinosaurio vivo, es decir, uno de aquellos que, empezando en el cine mudo y continuando su actividad durante el cine sonoro, habían ido abriendo camino, creando las formas de todo un arte. Lo de dinosaurio, por cierto, se lo aplicó él mismo, en una famosa conversación con Jean-Luc Godard, en uno de esos casi siempre interesantes episodios de Cinéastes de notre temps.


Su figura, diría que autoelaborada, era de impacto, por su porte aristocrático, seguramente ayudado por ese monóculo que lució durante mucho tiempo. Pero eso mismo nos lleva a lo que nos interesa aquí, centrado en su carácter, porque, siendo tuerto, hay también discrepancias en cuanto a la causa de pérdida de la visión de uno de sus ojos. Unos dicen que le vino de las heridas recibidas como soldado durante la Primera Guerra Mundial, pero otros que fue un par de años después, durante el rodaje del primer Mabuse. Lo que sí podemos asegurar es que, frente a otros famosos cineastas tuertos (o que querían representar ser tuertos), no lucía ningún parche, sino ese distinguido monóculo (un adminículo, por cierto, que ha desaparecido del todo en los tiempos actuales, incluso más que el reloj de bolsillo).


Los escritos de cine raras veces incorporan aportaciones personales de los que los hacen. Tradicionalmente, unos se copian a otros, y si la fuente originaria es el mismo autor de quien se escribe, la reproducción —más o menos tergiversada— de sus declaraciones tiene garantizada su expansión urbi et orbi, a partir de la cual construye cada uno su propia elaboración teórica. Fritz Lang se encargó de explicar a todo aquel que le quisiera escuchar cómo, acabada ya su película El testamento del Dr. Mabuse (1933), por la fama previa alcanzada en las altas instancias nazis, fue llamado a la sede gubernamental por Goebbels, quien le propuso aceptara la dirección del cine alemán. Hasta ahí bien. Lo que no parece del todo cierto es lo que a continuación explicaba Lang: que, asustado, fue a su casa a hacer las maletas y al día siguiente salió clandestinamente del país. Un buen periodista tuvo la ocurrencia de, para corroborarlo, consultar el pasaporte de Fritz Lang. Bernard Eisenschitz lo explica así en un número fuera de serie del Cahiers du Cinéma: “Su pasaporte no recibió el tampón con el sello el 30 de marzo, sino que llegó a París el 28 de junio…, seguido de un viaje a Londres en avión, una breve estancia en Berlín en julio y llegada definitiva a Francia el 21 de julio”.


No es que se tenga que dudar del desagrado y hasta oposición de Fritz Lang con las actividades del gobierno nazi. Ya se había separado de su mujer, su co-guionista y posteriormente confesa nazi Thea von Harbou, realmente su última película hacía decir a auténticos maleantes ciertas consignas de los que ocupaban el gobierno, y en Norteamérica filmó luego varias películas que atacaban furibundamente al nazismo, pero algo había en su relato, con seguridad, de pequeña tergiversación para ser bien acogido fuera de su país de origen.


Eugenio Trías, en su De cine (Galaxia Gutenberg) aporta más leña al fuego en contra de la fiabilidad del cineasta, quien alardeaba de no hablar nunca de su vida privada (…) y de no criticar nunca a sus colaboradores, si bien en varias entrevistas los periodistas sí acompañaban su negativa a la crítica con la descripción de unos gestos que hablaban más que palabras, hundiendo al “no criticado”. Trías, sembrando más campos de duda sobre el cineasta, dejó escrito esto:


“Algo sucedió en el año 1920, algo entre Fritz Lang y su esposa de entonces, Elisabeth Rosenthal, de la que nunca se supo casi nada (de hecho, poco antes, Trías ha subrayado que Lang siempre “ha estado interesado en borrar las huellas de su biografía”), pues desapareció dejando tras sí una sorprendente indocumentación; lituana de nacimiento, quizás judía. ¿Se suicidó? ¿Estaba embarazada? ¿Por qué se encontró una bala en su pecho, y no en el corazón o la cabeza? ¿Descubrió a Fritz Lang con su nueva amante, la escritora Thea von Harbou? ¿Rondó entre las manos del esposo y la esposa un arma? ¿Hubo una escena de violencia? Todo son especulaciones en la bruma de la ignorancia”.


Escalofriante. Sea o no sea cierto lo que incita a sospechar, la verdad es que da para una de esas magníficas películas de ambiente langiano, que tan bien sabía hacer el cineasta alemán.

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