sábado, 2 de agosto de 2025

Antoine et Colette


Viendo a Colette con ese pelo en forma de casco, esa forma de vestir y comportarse tan viejuna, me cuesta admitir que figure tener unos 17 años. Y, sin embargo, todo se debe a las modas del momento y realmente esa era la edad que debía tener Marie-France Pisier cuando hizo con Jean-Pierre Leaud “Antoine et Colette” (François Truffaut, 1962; anoche en la Filmoteca).
Leyendo las cartas de Truffaut a Helen Scott supe hace poco (*) que el primero, el 12 de enero de 1962, rompiendo su costumbre de no hablar de cosas personales, frente a los continuos esfuerzos por lo contrario de Scott, le suelta que “me siento muy cansado, nervioso y triste, debido a estar terriblemente enamorado de una chica de 17 años y medio (…)“. Y líneas más abajo: “Te gustaría al menos tanto como Madeleine (su mujer, a la que HS conocía); es moderna, muy femenina, de izquierdas , Sartre-Beauvoir, muy trabajadora (economía política para convertirse en asesora legal) y… actriz, ya que ha sido buscando una chica para actuar con J-P Léaud como la he conocido”. Atando cabos, está claro que esa chica de 17 años debía ser MFP…
En cuanto a las localizaciones: en una visita me propuse explorar un poco el París de Truffaut que, como todo lo relativo a sus películas, tiene mucho que ver con su persona y biografía. Recorriendo el Boulevard de Batignoles, me detuve en cada encrucijada, a ver si daba con el edificio desde el que Antoine Doinel, al inicio del episodio, abre de par en par las persianas de su habitación y se pone a contemplar el ajetreo de la ciudad. Pero, como decimos por aquí, “tenia els papers molt mullats”, y no saqué demasiado en claro. Me quedé con un recodo como el más factible, pero en realidad varios podían haberlo sido. Ahora he apuntado los nombres de algunas calles que aparecen en la proyección, y queda para la próxima. Lo que me resultó ayer claro es que el mediometraje es como una radiografía del momento del barrio y de las costumbres y formas de vida de los que corrían por entonces por ahí.
Dos cosas finales. La primera: En esta visión me resultó divertido ver un recurso similar al que utiliza en “La peau douce” para evidenciar la satisfacción por haber obtenido el compromiso para un encuentro amoroso. Si en aquella el personaje de Jean Desailly encendía todas las luces de su habitación, no cabiendo de gozo en su cuerpo, aquí es Antoine Doinel el que sube el sonido del tocadiscos al máximo, exultante.
Y la segunda y última. Aunque se trata claramente de una comedia ligera, pues te ríes de verdad con los tropiezos amorosos de Antoine Doinel, la película lleva dentro, como suele ser habitual en Truffaut, una notable tristeza, que queda evidenciada en la canción del final (leo ahora que interpretada por Xavier Despras), en la que se alude, con un cierto tono apesadumbrado, a los sufrimientos que provoca el amor a los veinte años, mientras van pasando fotos bastante melancólicas del París de grandes fotógrafos.
(*) Pero buscando cuál era la canción que se oye al final (información que no encontré ahí) vi que ese trozo de correspondencia ya figuraba en la biografía de Toubiana, sin que me hubiera impresionado entonces: las lecturas, que con esta cabeza tan olvidadiza no me cunden…





 

viernes, 1 de agosto de 2025

El robo del códice


Siento una debilidad inconfesable que confesaré aquí: Desde que vi las series que hicieron Elias León Siminiani y Justin Webster sobre asuntos de crímenes que habían tenido una repercusión mediática tan grande como para producirles esos programas, grabo y me pongo a mirar el inicio de las que se anuncien por tv.
Quiero tranquilizar un poco: no estoy del todo enfermo, y suelo eliminar la grabación, asqueado, a los pocos minutos. A la que se ponen a dilatar los tiempos, a repetir y a poner músicas de misterio o a soltar carnaza para ir atrapando al respetable, puerta.
La que me trae aquí, cuyos tres capítulos acabo de ver, es “El robo del códice” (Elena Molina, 2022; RTVE). No es que no tenga buenas dosis de esas nefastas características, pero he llegado a su final. Más que nada, por la curiosidad ante lo carpetovetónico que se revela en ella.
A ver: que roben el valioso Códice Calixtino de la Catedral de Santiago de Compostela, acontecimiento que inundó los noticias de todos lados, no tiene nada de carpetovetónico, pero si lo tiene, y mucho, el funcionamiento interno que se refleja en la serie de una institución como esa catedral y todo ese entorno que cobija.
Si a eso se suma una serie de puyas al comportamiento de unos jueces y policías que se pierden por aparecer en la tele y alguna cosa más, pues… eso justifica, parcialmente, el sacrificio de soportar de lleno tanto convencionalismo con el que está hecha.
Todo sea por la imagen de la picaresca, casi de grabado antiguo, que uno se forma sobre el recorrido que al menos en ese caso hacían las monedas y billetes depositados en los cepillos “para las almas del purgatorio”, para un santo milagroso o para lo que se les hubiera ocurrido a sus forjadores.

El extraño recorrido de un empleado (quizás deba decir un “autónomo”) de la catedral, grabado por una cámara.

El antiguo Deán y el antiguo organista de la catedral, hoy, en declaraciones para la serie.

Ante una gran expectativa, la policía y el estamento judicial llegan a la plaza del Obradoiro para hacer entrega del contenido envuelto por esa toalla.

Y reflejo para las cámaras de todos los medios.
 

jueves, 31 de julio de 2025

Byzance


De entre todos los cortometrajes que forman las “Crónicas turcas” (1964) de Maurice Pialat que ahora distribuye Atalante y ayer proyectó el Zumzeig, piezas documentales bastante ortodoxas sobre Estambul, con textos descriptivos/poéticos de grandes autores en su banda sonora, yo me quedaría quizás con “Byzance”.
Tiene “Byzance” unos planos preliminares a su -muy interesante- relato histórico de Stefan Zweig sobre la ciudad, centrado en la figura de Mehmed II. En ellos aparecen unos bañistas en la actualidad. Una es (o así se deduce por el montaje) la chica de la foto, que parece morderse las uñas. Es sólo un plano muy corto, pero con una luminosidad grande, que te conecta con las grandes películas de Pialat de las décadas siguientes. La chica podría ser una de sus protagonistas.




 

miércoles, 30 de julio de 2025

Israel Palestine on Swedish television 1958-1989

Es tan extremadamente largo (3h 26 min) que, como no podré acabarlo hoy lo he dejado a mitad (en 1980, para ser precisos), pero me resulta de un interés fuera de dudas y quiero decirlo ya a los que no lo conozcan, aún sin haber visto todo el largo metraje que queda.
Se trata de “Israel Palestine on Swedish television 1958-1989” (Göran Olsson, 2024), que puede verse dentro del Festival Atlántida en Filmin.
Se limita -al menos en los 75 minutos que he visto, excepto la inclusión de una breve nota aclaratoria previa-, a enlazar, identificando la fuente convenientemente, escenas de reportajes sobre el conflicto palestino/israelí que la televisión sueca fue emitiendo desde poco después de su origen hasta 1989.
En una frase proyectada en su inicio señalan aproximadamente que los reportajes que pasó la tv pueden no reflejar la realidad de los hechos, pero sí lo que se informó sobre ellos.
Algunos claramente vencidos por la épica israelí inicial asociada a un programa socialdemócrata igualitario, otros, en cambio, plantean directamente la existencia de otro punto de vista, y las directas lesiones que se derivan en la población palestina.
No está de más explorar y recordar de nuevo todo lo que se arrastra desde el principio para ayudar a entender la brutal deriva hasta la inaguantable situación actual.








 

martes, 29 de julio de 2025

El cuadro robado


Ayer consulté la cartelera, vi que llegaba a tiempo y me presenté en el Cinemes Girona para ver “El cuadro robado” (Pascal Bonitzer, 2024, aunque en la película ponen 2023), haciendo caso a Philip Engel, que había hecho una entrada quejándose de la profunda bajada en el número de espectadores que están teniendo este verano los cines que quedan, siendo, según él, una injusticia, porque precisamente este año están saliendo buenas películas. Le pregunté qué películas de la cartelera valían la pena, y una de las que me dijo era ésta.
Y estoy la mar de contento de haberle hecho caso, porque realmente se sigue muy bien y es de lo mejor que he visto en cines últimamente.
Primero aclarar un malentendido (mío). Viendo el cartel (figuras de ‘bande desinée’ similares a las usadas por el Resnais de sus últimas películas, quizás del mismo dibujante), me trasmitió la idea de que era una película de Podaylés. No es que me supiera mal, porque también suelo ver sus películas, pero es que me interesan infinitamente más las de Bonitzer. Pues bien: creo que el cartel -que por otra parte es del tipo que utiliza siempre últimamente- le hace un flaco favor a la película, pues mucha gente, al verlo, puede llegar a considerar que se trata de una tonta comedia de equívocos, y nada más lejos de la realidad.
Muy pronto, con la gran agudeza que me característica, vi que la cosa iba sobre crítica al racismo de nuestras sociedades, porque nada más empezar asistimos a una reunión de unos técnicos de una casa de subastas con una millonaria de gran patrimonio en su imponente casa, y ésta vierte una serie de frases despectivas sobre los negros, y trata a una empleada de una forma que el técnico de la casa de subastas, adulador y sonriente, hace como si no oyera, pero indigna a su ayudante. Poco después, en una escena en un entorno social totalmente diferente, vemos cómo un chico de piel tostada va a comprar en un kiosco y el dueño del local lo ningunea ostensiblemente.
Pero nada de eso, que queda sólo como rasgos de la realidad que nos circunda a todos los niveles. La película “va” de otra cosa, centrada en el mundo del comercio de alto nivel de obras de arte, principal y precisamente sobre la posición y acciones de esos dos empleados de la gran marca de subastas, con excursiones a otros relacionados.
El chico que ha recibido en la cara el desprecio del kiosquero es amigo de otro obrero que ayuda a su madre, hijo y madre viéndose por una circunstancia azarosa y anunciándose propietarios de un cuadro de Schiele desaparecido hacía mucho tiempo. También, malpensado, he supuesto que madre e hijo propietarios del cuadro eran en la película gente sencilla porque eso le permitía a Bonitzer (también guionista, además de director del film) montar una escena en la que explicándoles a ellos el valor del cuadro y las circunstancias de su previa desaparición, nos informarían sin más problemas a los espectadores. Pero no. Ese chico de la casa modesta tiene un papel fundamental en la película, siendo el protagonista de la que es quizás la escena más emotiva de toda ella, que en general surca por los mares de la comedia.
Buenos actores, ambientes interesantes (ahí están la realmente existente Drouot y la que no sé si es un homenaje a Hitchcock Scottie’s como salas de subastas o ese convincente heredero norteamericano), tramas secundarias intrigantes (como la de la stagiere que no suelta más que mentiras a su padre y a su odiado jefe), la aparición de la Torre Eiffel con una presencia que no había visto desde “Los 400 golpes” o posiblemente superándola,… todo son puntos para acudir al cine a verla… si la dejan continuar en cartelera en los tan escasos cines que nos van quedando…
Por cierto que la muy correcta entrada de ayer en la sala grande del cine me ha hecho pensar si aún siguen teniendo un papel importante la crítica de cine en descubrir y canalizar a los espectadores hacia las buenas películas. Engel, a parte de su interlocución en FB, me contaron que había hecho también un artículo elogioso en La Vanguardia….







 

lunes, 28 de julio de 2025

La novia vestía de negro


De los episodios que, en el fondo, con un eje común, constituyen “La novia vestía de negro” (François Truffaut, 1968; ayer en la Filmoteca), yo diría que todos sus espectadores estarán de acuerdo en que el más completo, el que más define a la película y más íntimamente ligado está con la personalidad de Truffaut y la forma de hacer suya, seria el que tiene por protagonista a Charles Denner.
Es el único en el que Julie (Jean Moreau) parece estar a punto de cejar en su objetivo vengador, que sigue un esquema muy similar a otras historias de amor del director, en el que su admirador y si pudiera amante le hace colocar las piernas y manos sosteniéndolas como Desailly le hacía poner a su adorada azafata en “La peau douce”, y Conrado nos podrá certificar que efectivamente, en su episodio, Bernard Hermann deja un poco de lado la música de suspense y acción para ofrecernos otra de combate (o claudicación) amorosos.
Truffaut también debía pensar lo mismo, porque son imágenes suyas las que más utilizaron como carteles de la película, y su misma caratula, mientras se muestran sus títulos de crédito, también.
(Entre paréntesis me pregunto y no recuerdo para responderme, qué se pasó en España, cuando se estrenó, para evitar mostrar el desnudo -aunque parezca pintado- en las fotos de la Moreau que parecen estar imprimiéndose en una rotativa. Luego, en ese mismo episodio del film, cuando ella se cambia de ropa, se le ven también los pechos desnudos en un espejo, pero un pequeño corte debió eliminar casi sin que se notase el problema, mientras que no pudieron hacer lo mismo con tanto minuto que duran los títulos).
Más tarde, cuando vaya a buscar a Charles Denner para protagonizar “El hombre que amaba a las mujeres”, Truffaut le dirá que fue viéndolo en su papel de “La novia” cuando tuvo la idea de hacerla, certificando la sensación que da de que las secuencias en que aparece fueron, realmente, el esbozo de la otra.
Destacado este episodio, no se puede decir que los demás no estén interpretados también por excelentes actores: Claude Rich, Michel Bouquet, Michel Lonsdale. Pero salvo quizás al del primero, que podría, de durar más su aparición, haber seguido el camino del de Denner, los otros dos -y no digamos el de Boulanger-los presenta como bastante mezquinos y, como tales, despreciables.
En cuanto a la rival de todos ellos, a Jeanne Moreau, ayer, la verdad, la vi demasiado mayor para su papel. Debía estar por la cuarentena y ya no tenía el tipo para encandilar a unos ligones como, en la pantalla, Rich, Brialy o Denner.
Y en cuanto a la película en global, la sorpresa de ver una cámara y montaje tan dinámico, tras el estilo vertido en “Fahrenheit 451”, regocijarse con la aparición de unos cuantos de sus divertidos y eficaces secundarios (Marcel Barbet -productor de la productor a de Truffaut, Films de la Carrosse- como introductor a la investigación policial sobre Mlle Becker; Jacques Robiolles como estrambótico portero de la finca de Claude Rich de la que cae, volando por todo el barrio de Cannes, el chal de Jeanne Moreau), apreciar el homenaje que Truffaut le hace a la bellísima Alexandra Stewart (muy amiga suya, se refería a ella en las cartas a Helen Scott como “mi amada canadiense”), y dejar para el recuerdo una feliz frase del chistoso pintor que encarna Denner: “Mi padre siempre nos decía que el champagne era la leche de los mayores”.


 

domingo, 27 de julio de 2025

El anticuario


Otra película del Festival Atlántida en Filmin que se puede ver -o al menos a mí me lo ha parecido- es la georgiana “El anticuario” (Russudan Giurjidze, 2024), aunque creo que ha habido un error de traducción y debiera mejor ser “Antigüedades”.
Una de las razones de su atractivo es que transcurre en San Petersburgo, y la cámara sigue sigilosamente a sus personajes yendo por la impresionante ciudad totalmente nevada -el Neva congelado- y por no menos majestuosos, aunque decrépitos interiores de alguno de sus edificios.
Uno atiende a las escenas siempre con un punto de intriga, sin acabar de saber hacia donde va a ir la cosa, preguntándose si será el plano siguiente el que acabe despejando todas las dudas que se te van surgiendo.
La cámara sigue a distancia en exteriores y conduce hacia la acción en interiores, pero siempre manteniendo en estos una zona de oscuridad, similar, por otra parte, a la de la misma trama. Hasta que finalmente se aclara toda la idea perseguida desde el film, que ya en su inicio anuncia que cuestiona, desde el punto de vista georgiano, las conflictivas relaciones recientes entre Georgia y Rusia.
Poco antes del final, a punto de cerrar una puerta de un local de restauración, se aprecia, entre las sombras, una simpática figura del padrecito Stalin, claramente puesta ahí para explicar bastantes cosas.




 

Kyuka: El fin del verano


Pues una película de las del Atlántida Film Festival, muy peculiar, presentada en Filmin, que me ha interesado de principio a fin. Se trata de la coproducción griega-macedonia “Kyuka: El fin del verano” (Kostis Charamountanis, 2024).
Quizás la sinopsis de la plataforma y de las App con base de datos de cine, leídas ahora, largan demasiado. Quedémonos sólo en que dos hermanos adolescentes, Elsa y Konstantinos, emprenden con su padre, Babis, una navegación en velero hasta el idílico lugar, de aguas tranquilas y música de cigarras continúa, donde pasar, como hacían de pequeños, el verano.
Como vamos intuyendo, Babis tiene otro objetivo oculto para haber propuesto a sus hijos esas vacaciones.
Los juegos y complicidades de esos dos adolescentes que están a un paso de dejar de serlo, la forma de ver cómo dejan escurrirse el tiempo (que se me antoja es uno de los protagonistas del film, como viene a asegurar una tortuga que tiene un cierto papel por ahí) me ha resultado muy lograda. Aunque la película no es todo placidez en su forma. Hay también canciones (bueno: éstas no perturbarían su forma, aportándole quizás un poco de nostalgia y mensaje), cierta coreografía, y cortes de planos mostrados de forma sincopada en un duelo entre pescadores que se produce y en algún otro momento.





 

viernes, 25 de julio de 2025

Fahrenheit 451


Paul Newman, Jean-Paul Belmondo, Charles Aznavour, Paul Newman de nuevo, Robert Ryan, Peter O’Toole, Terence Stamp y quizás algún otro que se me ha despistado fueron los diferentes actores que los proyectos de tirar adelante “Fahrenheit 451” (François Truffaut, 1966; ayer en la Filmoteca) pensaron para el papel de Montag, que finalmente interpretó Oscar Werner. Un Oscar Werner, todo sea dicho, que acabó desquiciando a Truffaut durante el rodaje…
Quizás sea ese largo proceso, que se inició al principio de 1961 y tuvo que irse aplazando al no concretarse las posibilidades de producción y localización -Francia, Estados Unidos, donde sea, para acabar en Londres- barajadas, el que haya llevado a una de las películas más singulares y diferenciadas, pero también depuradas, de François Truffaut.
Entiendo que los diferentes guiones que fueron existiendo para la adaptación del libro de Ray Bradbury (con co-guionistas como Marcel Moussy o Claude de Givray, hasta volver al definitivo Jean-Louis Richard) fueron perfilando la película para todos esos actores ya medio comprometidos, pero también despejándola de paja hasta llevarla a su esencia, que ayer vi como un cuento muy, por no decir del todo, redondo.
No hizo Truffaut, a mi entender, en toda su filmografía, ninguna película más fría… a la vez que viéndola se va intuyendo que corre de forma subterránea (más allá de esa semi-afloración onanista, con la mayoría de la población acariciándose a sí misma continuamente) todo un calor, una pasión que acabarán extallando en su famoso final cuento de hadas hermoso donde los haya. Un final, por cierto, que ayer me hicieron ver reincide en otros finales de Truffaut, también localizados en sitios alejados de la aglomeración urbana, cerca de la naturaleza, en la nieve, casi como último refugio a lo Nicholas Ray donde aún se puede cumplir el deseo insatisfecho hasta el momento.
Pero la frialdad general se percibe desde esos títulos de crédito iniciales sin letras, sino retransmitidos por las ondas, como en algún film de Godard, en la inexpresividad de esas mujeres pegadas a las pantallas adoctrinadoras, en esos espacios sin aglomeraciones, esas casas aisladas o en ese cuartel general de los bomberos, con muy desnudas estancias en las que resuenan los pasos.
La estética de la película, por otro lado, no deja de ser muy British de esos años. Ayer, ese coche de bomberos yendo a su cometido, me recordó el dispositivo que aparecía en el reducto donde estaba “El prisionero” de la serie sesentera cuando algún recluso intentaba escapar.
En una carta a Helen Scott decía Truffaut que “debido a Hitchcock” (los sucesivos atrasos en la elaboración de la película arrastraron a Truffaut a una situación financiera comprometida, de la que quiso salir haciendo de forma rápida “La peau douce” pero, antes a meterse de lleno, para aprovechar el parón, en la elaboración del libro con Hitchcock) había hecho el guión “con voluntad, si no de suspense, de tensión bastante continua; hay más violencia que en el libro, una violencia más concreta, más inmediata, y también más humor”. Y es verdad. Con una trama mínima, la tensión existe, por los ambientes logrados, la música de Bernard Herrmann, estratagemas de planificación, todo el rato. El humor ya me costó un poco más localizarlo. Y humor explosivo casi estilo “Tirez sur le pianiste” solo lo detecté en lo que parecía una oficinista del colegio diría que encarnada por un travestido.



No he encontrado el fotograma preciso y como éste (que es, creo, de su primera cita) se parece, lo cuelgo en su sustitución. El que buscaba era el plano, muy hermoso, de despedida entre Montag y Clarisse, cuando se dicen que para que mentirse, que es casi imposible que se reencuentren. Como en casi toda la película, se mantienen, muy separados, sin ni la más mínima caricia, como uno podía esperar que un personaje de Truffaut como Montag acabara haciendo en la escena a su pareja.


 

Perejil


Mi primera reacción, tras ver el primer y según cómo también, aunque más atemperada, el segundo episodio de “Perejil” (Tian Riba, 2025; en Movistar) fue casi de indignación. ¿A qué hora se le ha ocurrido a alguien producir y programar este panegírico desproporcionado de las Fuerzas Armadas españolas y de los gobernantes que -según lo que ahí se ve y se oye- con tanto tino las dirigían?
Pero, acabados de ver los tres capítulos que la componen, y reflexionando sobre su conjunto, me he puesto a pensar si no resulta, de alguna forma, positiva.
Ahí está, desde luego, el gran estratega de la foto, en plan chulo piscinas total. También el conquistador de Peregil, Trillo, alternando la declaración grave con el comentario chusco y más que despreciativo, recurriendo repetidamente a sus lecturas de Hazañas Bélicas. Y así un rato largo. Luego, el reconocimiento de la ridícula llamada a Colin Powell para que hiciera de intermediario con los marroquíes, “porque los marroquíes no quieren hacernos caso”.
Pero quizás por eso mismo y por mucho más que deja al descubierto, con toda su ridícula autosuficiencia, el carácter y tipos gubernamentales que nos tocaron en suerte, por encima de que también se dé voz a las autoridades y testimonios marroquíes y periodistas de diferente ideología, es por lo que me parece, finalmente, de interés, aguantando el asombro y la ira, ver la miniserie.

 

miércoles, 23 de julio de 2025

Giallo


Intentando evitar acudir demasiado a las comedias italianas más vistas del periodo dorado de los 50 y hasta alrededor de 1963, voy intentando descubrir a sus antecesoras, las de los años 30, hacia las que sólo había hecho unas pocas escapadas, si bien muy provechosas.
Lo malo que tienen es que no están tan accesibles. Hoy he ido a buscar hasta en YouTube y me he visto (¡en italiano a palo seco!) una obra menor, pero muy compatible para una agradable sesión de sobremesa.
Se trataba de “Giallo” (Mario Camerini, 1934), con un guión de Soldati (otro de los cineastas a explorar) sobre un relato de Edgar Wallace. De modo que sí, que cuenta hasta una pequeña penetración en el cine de crímenes y gótico, aunque siempre desde la vertiente cómica.
Una mujer que se siente muy romántica y se pierde por novelones rosas, queda prendada de uno. Entornos de alta sociedad, y una trama que vira hacia el género cómico desatado con los nervios de la pareja cuando creen que el marido de ella planea matarla.
No llega al nivel de “Gli uomini, che mascalzoni!” (1932), también de Camerini, y es de una blancura impoluta, sin morbo alguno, además de una enorme superficialidad, pero lo dicho: da para una divertida sobremesa. Camerini luego fue menospreciado por haber firmado una película de ideología netamente fascista, de la que siempre, según Monicelli, se arrepintió. “Camerini (explica Monicelli) era desde luego antifascista, pero no decía nada y hacía films que gustaban mucho. (…) El suyo era un cine pequeño burgués. A muchos fascistas su cine no les gustaba porque no era nada heroico…”.


 

lunes, 21 de julio de 2025

Oh Canadá


La canción con la que se abre, durante sus títulos de crédito, “Oh, Canadá” (Paul Schrader, 2024, ahora en Movistar) te hace pensar que estás empezando un film norteamericano clásico, que cuenta asuntos de esos de fondo fuertemente moral.
Pero enseguida los cambios de actor para el mismo personaje (incluyendo al propio Richard Gere, quien moribundo se dispone a confesar su vida nunca confesada ante una cámara, que se introduce como personaje en el flashback del relato, sustituyendo insospechadamente al actor que hace su papel de joven), los cambios de punto de vista (el narrador en off se alterna, también sin avisar, entre el personaje de Gere y el de su hijo), la presencia tanto de flashbacks en color como en blanco y negro,… todo eso junto y revuelto, nos aleja de ese tipo de cine esperado.
Todos estos procedimientos, además de hablarnos de la dificultad de obtener un relato fidedigno a partir de una memoria personal, y mucho más si el cuerpo del narrador está ya recibiendo dosis de fentanillo, te lleva también, creo yo, a una película (que en cualquier caso cuenta, eso sí, mucho sobre la vejez, la enfermedad y todo lo que ésta altera, así como también sobre las buenas reputaciones, o la fotografía y la captación de imágenes en general), de esas que se querían rompedoras, que rompían su gramática para acercarse a unos tiempos ya cambiados, por allá los 70.
No la vi en cines cuando se estrenó, y me sabe mal no haberlo hecho, porque es del tipo de cine que me gusta ayudar a que se vea y circule, como antes, en salas.