domingo, 7 de septiembre de 2025

L'homme qui aimait les femmes

Un coche de muertos junto a la tapia del cementerio como primera imagen del film.


Por un momento me he puesto a pensar cómo François Truffaut se pone a situar sus películas en explícitos emplazamientos del exágono, empezando por el Nimes de “Les Mistons”. No lo digo sólo por la Torre Eiffel y la zona Batignoles-Clichy de París, sino todo un salpullido de pequeñas ciudades francesas, como Aix-les Bains, Béziers o el Thiers del otro día. En “El hombre que amaba las mujeres” (1977, ayer en la Filmoteca) este emplazamiento es un Montpellier que se muestra activo, laborioso y comerciante, por donde se mueven Bertrand (Charles Denner) y las mujeres de su adoración para, cuando se desplaza a la capital, centrarse exactamente en ese París indicado.
Con tanto que he hablado de esta película, seguro que algo ya he debido decir sobre la debilidad especial que siento por ella. Una debilidad que quizás alguien no se atreva a confesar por creer que podría llegar a ser en estos tiempos masacrado por ello. Bertrand admira y se siente atraído continuamente por las mujeres con las que se cruza, a las que observa fijamente y sigue con intención de contactar con ellas y eso podría ser considerado un imperdonable comportamiento para un código feminista con anteojeras. Porque, en realidad, la misma película está llena de situaciones, personajes femeninos, calificativos e incluso declaraciones que admiten otras miradas, y nos podrían situar en el campo contrario al sospechado. Por no mencionar ese sueño, tildado por Bertrand de desagradable, que invierte todos los papeles.
Bertrand escribe una especie de memorias suyas que constituyen, bien mirado, toda una “Teoría del deseo”, exactamente lo que va estableciendo, fijándonos en el personaje, la misma película.
Al margen de este comentario sobre el tema genérico de la película, que como me lanzó después una amiga es ciertamente el deseo más que el amor, pues cuando se alcanza el ser deseado normalmente el sentimiento amoroso decae estrepitosamente, no dejaré esta vez tampoco de mencionar una escena que no recordaba en toda su extensión y unos cuantos detalles truffautianos que se detectan por aquí y por allá.
La escena que quiero mencionar es la protagonizada por Jean Dasté, quien para Truffaut significa tanto, empezando por la conexión con Jean Vigo. Dasté hace de un doctor que recibe en su consulta a Bertrand, a quien dirige toda una serie de socarronas observaciones, junto a otras frases muy acertadas. Por una de las primeras llegamos a conocer la razón por la que se inventó el trabajo, mientras que una de las segundas sopesa la gran satisfacción que se obtiene al ver publicado un libro del que eres autor, sólo comparable con que nazca de tu vientre, tras nueve meses de gestación, un niño, cuestión que -le recuerda a Bertrand- nos está vedada.
Y una retahíla de pequeños detalles típicos de Truffaut:
-En esta ocasión los títulos de crédito iniciales aparecen sobre la escena de un entierro. Truffaut hace un cameo a lo Hitchcock en ese buen principio, posiblemente, como le decía éste en el libro de conversaciones, para que la gente ya no lo busque en el resto del metraje, y pueda estar atento a lo que se explica.
-Marcel Berbet, el gerente de “Les films du carrosse”, aparece no en uno, sino en dos pequeños papeles. En el primero, curiosamente, para darle un aspecto más odioso como aburrido y desinteresado marido en un restaurante, aparece sin sus peculiares gafas.
-Quizás deba corregir el escrito que colgué por aquí sobre ya no me acuerdo qué película previa de Truffaut de esta retrospectiva, en el que decía que hacía de Chabrol, observando a una mujer subiendo por una escalera. Aquí lo vuelve a hacer, y es una escalera de caracol.
-Es ésta otra película más de las suyas en la que ella, tras pasar la noche con él, saca de la habitación la bandeja del desayuno (que será explorada por un gato)… para seguir sin obstáculos por el medio, discretamente cara a los espectadores, en el interior de la habitación con él.
-Vuelve Néstor Almendros en la fotografía y Truffaut vuelve a utilizar música de Maurice Jaubert…
Los títulos de crédito finales aúnan dos imágenes por sobreimpresión: piernas de mujeres pasan por delante de un escaparate en el que está expuestos, multiplicados, los volúmenes del libro escrito por Bertrand. Falta el cine, pero ahí quedan, reunidos, las mujeres y los libros, ellas y ellos entre lo más querido por Truffaut.

Una ensoñación de Bertrand en el aeropuerto, en una sala de espera en la que sólo encuentra ejecutivos con su típica cartera de la época.

Brigitte Fosey y Charles Denner.


 

viernes, 5 de septiembre de 2025

L'argent de poche

La avalancha de niños recorriendo Thiers de arriba a abajo.

Estoy leyendo el último libro compuesto de cartas de y a Truffaut que ha salido (“Correspondance avec des cinéastes”; ed. de Bernard Bastide; Gallimard, 2025) y he dado con una suya de 1960 a Louis Malle tras haber visto su “Zazie dans le métro”, de la que parece haberle gustado su tratamiento de la niña Zazie, en la que le confiesa:
–“Mon oncle”, mon cul; “Ballon rouge”, mon cul; “Affreux (por Orfeo) négro”, mon cul; etc.
Vamos, que no soporta el tratamiento que se da en esas tres películas de -respectivamente- Tati, Lamourise y Camús (y casi en ninguna) a los niños.
Es bueno tener en cuenta esto cuando vemos que Truffaut se decidió a presentar en 1976 “L’argent de poche” (“La piel dura”; ayer en la Filmoteca), protagonizada mayormente por niños, que centran las diferentes historias entrelazadas que componen la película. Una película, contrariamente a la norma, en que los niños tienen su propio lenguaje, actúan según su criterio y todo, aún tocando ocasionalmente temas de profundidad, está lo más alejado posible de un acercamiento sentimental.
Rodada casi íntegramente en la ciudad de Thiers (como se encargan de aclarar en dos ocasiones unos indicadores de carretera), que toda una tropa de niños recorren disparados desde su punto más alto hasta el inferior durante los títulos de crédito, posiblemente sólo sea una película para contradecir el discurso lanzado en “La noche americana” de que el cine era más armonioso que la vida, y dejar dicho de una vez por todas que no, que la vida es -o puede ser- mucho mejor que el cine, según demuestra ese profesor (Jean-François Stevenin), quien, queriendo captar el parto de su mujer, se queda boquiabierto mirándolo, sin poder poner en marcha su máquina (en esta ocasión he caído en que se trata de un aparato fotográfico, y no una cámara cinematográfica, pero el efecto e idea son los mismos).
Este mensaje viene envuelto por y rodeado de cantidad de historias de esos mismos niños que descendían por las calles y escaleras de Thiers que, para ser digeribles y seguidas con atención por toda clase de públicos, Truffaut hace que incluyan una marcada de tanto en tanto por un creciente suspense, que se resuelve en una larga y vertiginosa escena, captada cámara en mano, que nos lleva primero hasta el director del colegio (una vez más Marcel Berbet, el gerente de Les films du carrosse) y, de éste, al núcleo de un maltrato infantil.
Es cine de Truffaut, y por tanto está trufado (perdón por el chiste tan tonto) de elementos característicos suyos, más allá de pivotar sobre uno de los temas que cruzan toda su filmografía, el de la infancia abandonada a su suerte:
-En su prólogo, que casará con su epílogo, una niña, ante la mirada protectora de su padre (el propio Truffaut), envía una postal desde el pueblo que dice ser el exacto centro de Francia y, más tarde, el profesor leerá la postal a toda la clase, lo que le servirá para ofrecer una de sus enseñanzas, como el mismo Truffaut hace siempre que puede con sus espectadores.
-Más que citas, la aparición del cine de la localidad testimonia la costumbre de afluencia de todos sus habitantes el domingo por la tarde, acabando así con ese aburrimiento cantado por Charles Trenet, empleado aquí una vez más: “Les enfants s’ennuient le dimanche”. Unos espectadores que asimilan curiosos los anuncios locales del telón, de la misma forma que resultan enormemente influidos en sus comportamientos por todo lo que ven en la pantalla (los abrazos de los adolescentes, la reproducción posterior de los silbidos protagonistas de un noticiero).
-Vuelve a aparecer aquí, como en “Domicilio conyugal”, el patio de vecinos como núcleo de vida comunitaria: en cierta manera con el accidente del niño siguiendo a su gato, pero sobre todo con la niña diciendo con un altavoz que tiene hambre y todo lo que ocasiona.
-Quizás sea ésta la única película de Truffaut -persona que no disfrutaba en absoluto con la gastronomía- en que aparezca con cierto detalle -en este caso el de un atracón por parte del niño invitado- una comida. Bien está, porque me ha servido para retener la frase de agradecimiento que empleo recurrentemente al despedirme tras ser invitado a alguna, la que dice en la puerta, ya yéndose, el niño que ha asombrado con su forma de comer sin freno: “Muchas gracias, señora, por esta frugal cena”.
-Es divertido ver que Madeleine Doinel -nombre de la mujer de Truffaut y apellido de su personaje en la serie que empieza en “Los cuatrocientos golpes”- confiesa en la ficción enormes dificultades en el aprendizaje del inglés, molesto aguijón que fastidió al mismo director toda su vida.
Y una última cosa. Siempre he confundido el final de esta película (ese primer beso en unas colonias de verano) con el del “Passe ton bac d’abord” de Maurice Pialat. En la biografía de Truffaut, De Baecque y Toubiana dicen que es una historia autobiográfica suya.

Jean-François Stévenin, en su papel de profesor, a punto de dar a la nutrida y compungida audiencia escolar su discurso sobre la infancia maltratada o que ha sufrido dificultades de cualquier tipo.

Los dos amigos asistiendo al cine, el mayor con la idea de besar a sus acompañantes. La chica de la ep derecha es hija de Truffaut.



El avezado dando clases a su compañero de cómo entrar gratis en el cine.

Siendo casi todos sus protagonistas niños, por una vez Armand Hennon ha podido recabar su experiencia del rodaje en entrevistas para su libro, pues aún están vivos. Pero no todo son niños. En la película aparecieron muchos habitantes de Thiers haciendo un pequeño o importante papel, o colaborando con su equipo técnico. René Barnérias era en aquel momento el alcalde, que pugnó porque fuera la ciudad escogida para el rodaje
 

martes, 2 de septiembre de 2025

Les enfants désaccordés


ArteTV tiene un apartado en el que cuelga los primeros cortometrajes de realizadores que luego se hicieron célebres. Suele renovar contenidos cada mes, y ahora acaba de colgar unos cortos iniciales de Claire Denis y Philippe Garrel.
El de Denis (que firma Deni), “Le 15 mai” (1969), hecho con la Fémis, más bien se parece a una obra de tesis grandílocuente, de cineastas amateurs de la época, en plan ciencia ficción. Con planos muy estudiados, pero en el fondo -perdón- bastante infantil.
Pero en el de Philippe Garrel (“Les enfants désaccordés”, 1964) haces el descubrimiento de que Garrel (¡con 16 años cuando la hizo!) ya tenía ese poder que demostró toda su vida para encuadrar los cafés, las calles de París, y las zonas despobladas moviendo y definiendo en ellos sus peculiares personajes, en este caso de su misma edad, salvo la intervención de su padre, Maurice Garrel y Jean-Daniel Roy.
¡Qué gran descubrimiento!


 

lunes, 1 de septiembre de 2025

L'histoire d'Adèle H.



No es “L’histoire d’Adèle H.” (1975; anoche en la Filmoteca) una de las películas de François Truffaut que me hayan nunca atraído más. Y sin embargo, veo claro que es digna, y muy fuertemente, de estudio, mucho más si se va siguiendo de nuevo su filmografía, como estoy haciendo este verano que ya se acaba.
Hombre pudoroso, que intentaba no mostrarse demasiado, traza aquí el recorrido obsesivo, más allá de la razón, de un personaje por su enamorado. Me han explicado que en unas declaraciones suyas decía que, como por razones obvias él no había podido encarnar el papel que en la película hace Isabelle Adjani, se había desquitado interpretando otro personaje similar, el Julien de “La chambre verte”. Otro más, como el de Adèle H., de esos que harían a cualquier productor que no fuera él mismo desistir de montar una película basada en ellos.
En esta ocasión los títulos de crédito iniciales de la película van ilustrados por unos más bien oscuros, como la música que los acompaña, dibujos de Victor Hugo, sin especificar por ningún lado su nombre. Eso, que aparezca una frase asegurando que lo que vamos a ver está basado en hechos y personajes reales, sin especificar más, que no salga su apellido pese a verse fotografías hechas por él en Guernesey y que de la protagonista del film se diga en algún diálogo solamente que se trata de “la hija de un personaje célebre de Francia”, confirmaba mi creencia, engañado una vez más por mi memoria, de que nunca se oía nombrar en la película al escritor. Craso error: no sólo el Doctor que va a hacer una visita médica a Adèle descubre la personalidad del padre y lo explica a la patrona de la pensión y, de paso, a los espectadores, sino que Adèle misma escribe como una gran revelación en un momento el apellido con su dedo, y al final de la película asistimos a una narración con acompañamiento de documentos fotográficos que exaltan al escritor y dan cuenta del final de su vida.
No obstante, y pese a este homenaje final a Hugo, el interés de Truffaut no reside ahí, sino, claramente, en esta mujer cuya obsesión amorosa la lleva a la perdición, la convierte en “une femme abimée”, caída al más profundo abismo. No es una evolución lineal, siguiendo una recta descendente. Por momentos se intuye que podría haber sido de otra forma. Una escena nos lo demuestra: un niño, en el banco donde va a retirar los giros monetarios que le envía desde Europa su familia, le pregunta cómo se llama. Ella, sin esperanza ya de casarse con su galante (y bastante impresentable) oficial, le da el nombre de Léopoldine, su hermana muerta ahogada, cuya terrible imagen de ahogo bajo las aguas constituye su pesadilla nocturna habitual. Pero una misiva le trae entonces una información que, por un momento, le hace recuperar su esperanza en su boda. En ese momento regresa junto al niño y rectifica, dándole el suyo propio, Adèle.
Film de época para el que Truffaut contó con Néstor Almendros, quien mantiene siempre iluminado el rostro de Adèle cuando desembarca en Halifax en medio de la oscuridad de la noche, capta su vestido inicialmente de colores claros para, después de una contrariedad en su proceso condenatorio, captarla con un traje de rojo profundo, del que ya no se separará hasta el final.
Puestos a arroparse de elementos estimados, Truffaut usó aquí, creo que por primera vez en su filmografía, la preciosa, muy interiorizada música de Maurice Jaubert (L’Atalante). Hizo a Adèle, por otra parte, montar un altar como el que Antoine Doinel montaba a Balzac, sólo que aquí es a su amado y casquivano oficial. Y también dar una de las caricias marca de la casa. No pudiendo ser a él, que la desprecia durante todo el metraje, en esta ocasión va dedicada a la patrona de su pensión, al darse finalmente cuenta de la absoluta bondad y cariño que ésta siente por ella.


Preparando su altar.


Escribiendo cartas, notas, su diario obsesivamente.

El librero donde compraba las resmas de papel para escribir, posibilidad alternativa, opuesto radical al personaje del oficial, pero basta ver la imagen: detrás de los barrotes de su librería, ella fuera, sólo reflejada en el vidrio de su establecimiento.

En las cercanías de Dakar, representando ser las Barbados. 

domingo, 31 de agosto de 2025

Tempi nostri

No había visto nunca “Tempi nostri” (Alessandro Blasetti, 1954) que, sin embargo, veo ahora que es una de las más representativas películas del cine italiano de su época.
Compuesto a base de episodios de diferente duración, tiene tras tres cortísimos cómicos iniciales, enlazados por un número musical, otros después más largos -salvo los dos últimos, que vuelven a la comedia- típicos neorrealistas, del tipo ese de “Mira qué mal lo estamos pasando, pero nos queremos y eso nos dará fuerzas para resistir un poco más”.
En él están todos: actores (Alberto Sordi, Vittorio de Sica, Sofía Loren, Mastroiani, Totò, Eduardo de Filippo… y hasta Yves Montand y Michel Simon, lamentablemente sin sus voces originales), guionistas (Giorgio Bassani, Suso Cecchi d’Amico, Eduardo de Filippo, Ennio Flaiano,…: quizás sólo falte Zavattini…) y escritores en los que se basan los diferentes episodios (Alberto Morovia o Vasco Patrolini). Y sólo nombro a los más famosos…
Además también sirve para mostrar de forma muy interesante Florencia, Roma o -sobre todo- Nápoles.


Aunque sólo fuera por ver el Nápoles que ahí aparece ya valdría la pena ver la película.

Ésta corresponde a una web de esas que dicen los sitios en que se rodó la película. Pero es que en ella aparece, detrás de Eduardo de Filippo, Vittorio de Sica y su autobús urbano toda la aglomeración que sube al Vomero…

Mastroiani y su mujer (Lea Padovani), impotentes para mantener a toda su prole, deciden abandonar a su hijo más pequeño.

Una foto horrible, pero es la que puede obtenerse en internet del episodio de Yves Montand y la en él bellísima Danièle Delorme, paseando felices por una Florencia ocupada por los americanos tras la guerra y aún mostrando los destrozos de ésta.

Dos viejos conocidos en tiempos de reflujo. Claro que cuando dicen sus edades, asustados de ellas, me quedo del todo abatido….

Totò y Eduardo de Filippo, éste haciendo en su episodio el payaso a no más poder.


En Florencia, las ruinas de un claustro evidentes.
 

jueves, 28 de agosto de 2025

Darò un milione

Lo que sí entiendo es el éxito de las películas italianas de los años treinta que tenían a Vittorio de Sica como actor.
He visto ahora “Darò un milione” (Mario Camerini, 1935), de la serie que hizo con Assia Noris como pareja artística. No es, ni de lejos, la buenísima “Gli uomini, che mascalzoni!” (Camerini, 1932), hace creer que la pobreza es un estado natural del que no se sale por falta de ganas de trabajar, y en vez de escenas trabajadas de humor incorpora payasadas un tanto groseras, pero tiene una escena incicial, la del encuentro de Vittorio con la chica entre unas sábanas tendidas, que haré los posibles para incorporar al Ombres Mestres dedicado a la Comedia Italiana.





 

La noche americana

Antes de la plaza del decorado de La Victorine aparece este fotograma: “Este film está dedicado a Dorothy y Lillian Gish”, se oye.

Y ya si, primera secuencia de la supuesta trama. En un entorno supuestamente urbano.

Que es en realidad un enorme decorado. El rojo de esa grúa ¿no lleva a pensar en el camión rojo de los bomberos de “Farenheit 451”?

Quien ha hecho pasar de “la realidad urbana” al mundo de un rodaje es Jean-François Stevanin, ayudante de “Les presento a Pauline” (y de “La noche americana”), blandiendo un megáfono

“Ayer vi ‘La noche americana’. Probablemente nadie te tratará de mentiroso; yo lo hago. No es tanto una injuria, es una crítica, y es la ausencia de crítica a la que nos llevan films de Chabrol, Ferreri, Verneuil, Delannoy, Renoir, etc de lo que me quejo. Dices: los films son trenes en la noche, pero ¿quien coge el tren? ¿En qué clase? ¿Quién lo conduce? (…).”
Cosas como ésta y otras más malévolas, metiéndose con su vida privada, escribió Godard en una carta que dirigió a Truffaut tras el estreno de “La noche americana” (1973; ayer en la Filmoteca). Para Truffaut ese ataque directo parece que fue la gota que colmó el vaso, no le consintió más y se explayó en una contestación muy virulenta, de veinte páginas, que acabó definitivamente con la amistad entre esos dos ex-críticos del Cahiers du Cinéma y ex-fundadores de la Nouvelle Vague, que habían sido carne y uña.
Truffaut acusaba de bocazas a Godard, siempre yendo de progresista pero sin demostrarlo en los hechos con los que tuvo que enfrentarse, y de que le pidiera dinero para su próxima película como una especie de impuesto revolucionario para así expiar algo el pecado de haber hecho una película tan “mentirosa” y burguesa, que no hablaba de la real producción de un film como exigía Godard.
Es curioso porque, en una época en la que en el mundo universitario, si no te tapabas los ojos ante la situación política y social que se vivía por aquí, no te quedaba otra que tener asumidas unas cuantas ideas progresistas, fueron dos estrenos seguidos de películas de Truffaut las que enfriaron algo la luna de miel, la afinidad tan fuerte que había alcanzado con las previas. Uno fue el de “L’enfant sauvage”, que vi que contradecía de lleno, hasta usando un plano muy similar, el discurso liberador de “Los 400 golpes”. El otro fue el de ésta, donde aprecié que Truffaut decía las cosas que había mostrado en películas anteriores, pero parecía hacerlo más hacia la galería, para contentar a su público.
Ayer seguí la proyección con una especie de cariño distanciado. Me llegaron muchas cosas, aunque ya las tenía asumidas. Como siempre pasa detecté otras que me habían pasado desapercibidas, y sólo me siguió chirriando la escena -repetitiva- que más me escamó en el pase de su extremo. Se trata de una(s) escena(s) muy mal filmada(s), que intenta(n) introducir un cierto suspense y que evoca(n) directa, pero un tanto groseramente, al niño de “Los 400 golpes” que, a esas alturas, ya todo el mundo sabía que trasmitía la experiencia del propio niño Truffaut. Es un sueño recurrente, en el que ese niño (que para que quede más claro al final vemos que aparece en el sueño que le atormenta en la habitación del hotel al realizador de “Les presento a Pamela”, interpretado por el mismo Truffaut) roba por la noche unos cuadros del cine que proyecta “Ciudadano Kane”. (Entre paréntesis, me gustaría volver a ver “Los 400 golpes”, “Antoine et Colette” y “L’amour en fuite” para averiguar si en alguna de ellas aparecía eso mismo pero con fotos de “Un verano con Mònica”, y si no, repasar revistas y libros para saber donde he visto un fotograma sobre eso).
Después de ese larguísimo prólogo, paso a enumerar cosas que me han llamado la atención especialmente en este pase, aunque ya sólo sea para dejarlas apuntadas por aquí para mí.
Tratándose de una película que quiere desvelar los intríngulis (materiales, que no materialistas, como le exigía Godard) de un rodaje y las relaciones que se dan en el mismo (aunque protegiéndose él mismo, como le echaba en cara Godard, llamándole por ello mentiroso), los títulos de crédito muestran en esta ocasión la banda de sonido que se imprimía en el celuloide, haciendo uso de la música de Georges Delerue, uno de los grandes hallazgos de la película, pues alcanza momentos épico-líricos de exaltación del rodaje inolvidables.
Las primeras imágenes dan el pego como si hubieran sido captadas de la vida urbana. Es, naturalmente un rodaje de film y todo son en realidad decorados. He ido sabiendo bastantes cosas más de esos Estudios de la Victorinne, de Niza, donde tiene lugar el rodaje de la película de la ficción “Les presento a Pamela”… y de “La noche americana”. Allí empezó su relación con el cine, aprendiendo cantidad de cosas, Michael Powell; allí se rodaron varias de las mejores películas de la zona “libre” francesa durante la última guerra mundial y allí, en época ya de decrepitud, se rodó “Las locas de Chaillot” (1969), cuyos restos de decorados sirvieron de base para “La nuit américaine”.
Es el ayudante de dirección de la película que en la ficción se rueda en ese escenario el que destroza esa idea de realidad urbana que habíamos adquirido. Lo más curioso es que el ayudante de dirección, el que toma el altavoz y da instrucciones a actores y extras que han estado evolucionando, es Jean François Stevenin, quien a su vez hizo de ayudante de dirección, junto a Suzanne Schiffman, de François Truffaut en “La noche americana”. Empieza ahí, pues, una espiral entre los dos rodajes que no hará sino ir girando constantemente.
Como en otras películas de François Truffaut, hace gracia topar con constantes suyas:
No me había fijado antes en esas preciosas fotografías de Jacqueline Bisset (Julie) que la muestran antes de que aparezca ella en persona. Lo más divertido es que en una de esas fotos vi que la actriz aparece colocando sus manos sujetando una rodilla como Françoise Dorleac en “La peau douce” o como le hace hacer el pintor que representa Charles Denner a Jeanne Moreau, su modelo en la ficción, en “La novia vestía de negro”. O en alguna película de Truffaut más…
-Alphonse (Jean Pierre Leaud) se enfada con su novia cuando ésta quiere “perder tiempo” yendo a un restaurante en vez de ir a un cine y, en todo caso, a la salida, comer un bocadillo por cualquier lado. Sabida la animadversión de Truffaut por la comida (a ver quien encuentra alguna de cierta entidad entre sus películas…), vemos que sigue haciendo a Léaud trasmisor de sus manías.
Mantiene aún Truffaut ciertas citas que eran numerosas en sus principios, si bien por aquí alguna parece introducida con calzador. Ya he comentado lo correspondiente al sueño, pero también hay unos primeros planos de los libros que se hace enviar Ferrand, el realizador de “Pamela”, es decir Truffaut, al mismo rodaje (que ya me dirás). Abre el paquete y nos muestra sin lugar a dudas, de forma tan clara que resulta algo escandalosa, libros sobre Buñuel, Bergman, Rossellini, Hawks, etc.
Otras cosas pueden resultar más cercanas a la acción que se desarrolla, como esa consulta de guía de actores para contratar a un sustituto necesario. He comprobado ayer que el Cineguía, un libro que se manejaba por aquí en los 70, que llevaba en cada página una foto de un actor, era un calco del original francés que aparece en el film.
En este apartado podríamos hacer entrar también las teorías sobre el cine que la voz en off de Ferrand (es decir Truffaut) va desgranando. E incluir lo que le dice a Alphonse (“Los films son más armoniosos que la vida. Funcionan como trenes por la noche”).
No hay en la película una enseñanza del calibre del de cómo extender la mantequilla por biscotes para que éstos no se rompan (“Baisers volés”), pero sí salimos sabiendo que la costumbre de dar la mano viene de cuando se quería demostrar que no se empuñaba ningún arma, por ejemplo.
Ya que hablo de “Besos robados”, hago notar que la solución a la crisis de Alphonse que aplica el personaje de Jacqueline Bisset se asemeja mucho al que promueve Delphine Seyrig en esa película con Doinel, encarnado por el mismo actor…
Es novedad, en cambio, diría yo, una cierta auto-ironía como la que representa oír en boca de una ayudante del rodaje que “no por haber tenido una infancia dura ha de hacerlo pagar a todos”… Como hay mucha ironía, que revienta un poco esa idea del ideal amoroso de un rodaje, creo yo, en esa mujer que exclama a los cuatro vientos la inmoralidad de los que participan en el empeño, todos compartiendo paulatinamente las parejas de otros.
La Dirección de Fotografía no es en esta ocasión de Néstor Almendros, pero una de las escenas que se ruedan ficticiamente podrían ser suyas. En ella están las velas iluminando la acción, de colores contrastados y cálidos.Un motivo en el que insistirá Truffaut en otras de sus películas, y que viene, de forma natural, de Almendros.
Hay otras dos cosas -ya serán las últimas- que añadiré en esta intención de rastrear características muy de Truffaut en la película. Son las que más me impresionan.
De una de ellas me di cuenta ayer. Alguien propone filmar el final, el de la muerte en “Les presento a Pamela”, con nieve. Rápidamente pensé en los finales de “Tirez au pianiste” y “La sirena del Misisipí”…
Otra la suelo decir siempre, pero es la que desvela mejor cómo Truffaut siembra de cosas personales que le afectan profundamente sus ficciones. Alexandre, el antiguo galán de “Les presento a Pamela” muere en un accidente de coche en el trayecto que lleva al aeropuerto. Françoise Dorleac, a quien Truffaut no olvida, murió en 1967 en un accidente similar, también en el trayecto al aeropuerto de Niza.

Fascinación por Jean Pierre Léaud interpuesto.



Los decorados de La Victorine ya abandonados tras el rodaje. Aunque, probablemente, sea de una toma previa al rodaje…

Y el continuo paso de aviones que van a aterrizar al aeropuerto de Niza.

Una imagen Almendros… sin Almendros.


La Peau douce, La nuit américaine, L’homme qui aimait les femmes.