jueves, 30 de enero de 2025

Où en êtes-vous, Isaki Lacuesta?





De toda la sesión de sus cortometrajes, centrados en el tema del doble, que había programado para la Filmoteca el mismo Isaki Lacuesta (estaba anunciado que iba a ir, pero no se presentó), el que realmente me convenció, hasta el punto de verlo como de lo más relevante de toda su filmografía es “Où en êtes-vous, Isaki Lacuesta?” (2019).
Corresponde a una de esas preguntas-encargo del Centre Pompidou, que dejando libertad absoluta a los autores para su respuesta, obtiene siempre lo mejor de ellos.
Después de un par de minutos arriesgados, que no sé si proceden de su “Música callada”, Lacuesta responde, y el detalle de su explicación constituye el corto, que él, como todo, está aquí y allí, en otro lado, a la vez.
Un Johannesburgo a la moda de los años 50 norteamericanos, los bañistas de San Petersburgo que usan el mismo espacio en el que se fusilaba en tiempos de revueltas, el Dubái en el que obreros de todo el mundo están construyendo los estadios del Mundial de Fútbol, la Cuba de poco antes de la muerte de Fidel van formando esa respuesta…que por momentos nos recuerda las formas de Chris Marker… y de su amiga Àgnes Varda.
En YouTube puede verse (enlace abajo) el corto, pero es en su versión original francesa sin subtítulos, donde ese narrador alter ego de Isaki Lacuesta va explicando las cosas mientras en la pantalla se congelan en fotos los fotogramas, o se hacen rimar al son de la música.





 

miércoles, 29 de enero de 2025

Ejercicios escolares de Helena Lumbreras

Pablo La Parra y Sonia García López en la presentación inicial de la sesión. Sorprendentemente, había un público bastante joven, mayoritariamente femenino. Me parece que procedía del mundo de la enseñanza, tras divulgarse que inicialmente Helena Lumbreras había trabajado en ese área.

Debía ser 1975. Me encontraba trabajando para la causa, yo solo, en la flamante oficina del cine-club, que desde hacía un año nos habíamos agenciado ocupando el antiguo despacho del Sr. García, el bedel de la 4ª planta de la Escuela de Ingenieros.
Llamó y entró una chica, con una lata de películas de 16mm bajo el brazo. Se me presentó, estuvimos hablando y nos pasamos su película, que resultó ser “El campo para el hombre” del Colectivo de Cine de Clase, a la sazón formado -pero entonces no se divulgaba- por ella, Helena Lumbreras, y por Mariano Lisa. Le dije que sí, que nos interesaba, y programamos proyectarla próximamente.
Más tarde vi otras películas suyas de esta época militante y que era ella quien aparecía con belleza deslumbrante en alguna de Llorenç Soler, que le había hecho de cámara cuando vino de Italia, enviada por el PCI, para rodar “España 68. El hoy es malo, pero el mañana es mío” (1968) y había mantenido una relación un tiempo con ella.
Con estos antecedentes, acudí el pasado martes a la Filmoteca, pues le dedicaban una sesión con sus primeros cortometrajes, que desconocía. Fui con Martí Rom, quien más tarde habia distribuïdo las peliculas del Colectivo de Cine de Clase en la Central del Curt, una distribuïdora ilegal de todo este tipo de material, que mantuvieron funcionando hasta 1982.
Se trataba de una sesión que inauguraba un nuevo ciclo, “Afins” (Afines) que, según el nuevo director de la Filmoteca, Pablo La Parra, pone el foco en un cineasta y explora y despliega sus referentes y afinidades. También que las sesiones de esta sección serán siempre proyecciones “con algo más”
Sonia García López (Universidad Carlos III) fue la encargada de aportar este “algo más”. Como ella misma se encargó de explicar, además de su charla introductoria del personaje, como la sesión constataba de cuatro cortometrajes de Helena Lumbreras y los tres primeros no tenían banda sonora, se iban a pasar con ella leyendo unos textos escogidos por su proximidad temática con lo que se veía en pantalla.
Esos tres cortos iniciales, “A los toros” (1960), “El telegrama” (1961) y “El primer día” (1962), y aquí vienen mis dudas sobre la oportunidad de que fueran precisamente esos los que inaugurasen, precisamente, la nueva sección, resultaron ser ejercicios, ni siquiera proyectos de curso del IIEC -luego la EOC- de Madrid. Es decir: Es como si para poder valorar la obra de un escritor, se analizase la redacción que le hicieron efectuar un determinado día de sus estudios.
No digo que esos trabajos no puedan tener su interés para los investigadores pero, francamente, no veo tengan entidad suficiente como para encabezar la primera sesión de un ciclo sobre una cineasta que está adquiriendo en ambientes académicos una revalorización importante.
Esos medios “académicos” (por donde circulan una masa ingente de investigadores que en los últimos años se han graduado en las ahora numerosas instituciones que ofrecen enseñanza sobre cine (cuando en tiempos de Helena Lumbreras sólo se podía estudiar cine en la Escuela Oficial de Madrid), buscan en los tiempos que corren dar con un ámbito de cine poco explorado. Helena Lumbreras era, en este sentido, un objetivo bien goloso, sumando al poco conocimiento sobre ella hasta el momento lo de tratarse de una mujer en un mundo del cine entonces casi totalmente masculino y, además, el tener unas ideas muy rompedoras para su época social y políticamente.
Como dijo otro amigo con el que también estuvimos, en la sesión fue más importante “el farcit que el gall” (el relleno que el gallo, una expresión muy usual de por aquí para cuando se revela de más entidad el envoltorio que el objeto en sí). Es verdad que los cortos proyectados, muy elementales (tanto por los escasísimos medios que contó para hacerlos como por su factura cinematográfica) tenían hasta protagonismo de mujeres con una independencia y usos sociales muy avanzados para la época, como bien se encargó la ponente de decir por su boca o por medio de los textos de Concepción Arenal y otros, pero eso no basta.
Únicamente el cuarto corto, “España” (1964), éste sí práctica de curso del Centro Sparimentale di Cinematografia de Roma, en el que Lumbreras acabó graduándose, después de una escena que más tarde se hizo típica, en la que un profesor de colegio español hace recitar en la clase, ante un mapa físico de la Península y un retrato de Don Claudio los nombres de los principales ríos españoles, contenía una cortísima escena -el niño huido de la clase, yendo minúsculo por un enorme paisaje desértico, me trajo el aroma de ciertas escenas de películas de Pasolini.
Está muy bien investigar y sacar a la luz obras que por diferentes circunstancias se han mantenido ocultas a los ojos de un público que hoy las puede ver con redoblado interés, pero no entrar en ese juego del entorno académico, de retroalimentación, unos citándose a otros, sí es sobre una base tan débil, casi inexistente.
Si eso se produce, lo que podía ser virtuoso se convierte en vicioso. Espero que se corrija el error en adelante, puesto que si por ahí se condujera en esta nueva fase la Filmoteca, pronostico que podría caer en uno de esos círculos cerrados, sólo para iniciados, bajando como resultado radicalmente su nivel de asistencia.

A los toros. Éste tiene la ventaja de hacer pasear a su protagonista por el Madrid de la época y, por tanto, dejárnoslo ver.

El telegrama

El primer día.

No es “España” (1964), pero como me ha aparecido al entrar en Google su título y recuerda mucho su escena inicial, lo cuelgo aquí.
 

lunes, 27 de enero de 2025

La gran aventura





Tengo apuntado que fue Alfonso García quien, no recuerdo a tenor de qué, me recomendó “La gran aventura” (Arne Sucksdorff, 1953; en Netflix). Quedó por ahí anotado, pero hasta anoche no pasé a verla.
Creía que era una ficción, cuando se ve que tuvo un importante éxito crítico como documental. Toda su primera parte sigue las peripecias de la población animal cercana a una granja sueca. Una zorra que de vez en cuando les roba una gallina para alimentar a sus crías, unas nutrias, diferentes aves y hasta un temible lince, los juegos y luchas entre ellos por la supervivencia, viendo nosotros cómo pasa el tiempo, las estaciones, que se las pela.
Consta como un documental, pero está saturado de aventuras, intriga, tensión y hasta comicidad de las que tanto suelen presumir las ficciones. De hecho, uno se imagina la laboriosidad para captar las imágenes que permiten dar una continuidad a toda esa aventura de la que habla el título. Todo tiene, eso sí, el tono amable de los documentales nórdicos de los 50, aunque asome la cabeza, no tan escondido, un universo de lo más cruel.
En esa primera parte los granjeros y sus hijos son, de hecho, una especie animal más, quizás la que más hace peligrar la continuidad de unos cuantos de los protagonistas. Pero, después de captar imágenes de la misa dominical en la iglesia de la región, la película se centra en las aventuras de los dos niños de la granja, que se hacen clandestinamente con una nutria como mascota.
Eso disminuye, a mi modo de ver, el gozo suministrado sin freno en toda esa primera parte, hace disminuir la tensión inicial para pasar a centrarse más en la anécdota y en la fotogenia del pequeño travieso de la casa. La hace más cine infantil, pero vaya, aún así diría que vale bastante la pena.




 

Esos arqueros que siempre daban en la diana (1)




Tenemos previsto dedicar una sesión de Ombres Mestres al tema de los mapas en el cine —en su versión tan evocadora de los viajes—, sesión que esperamos cuente con esta escena:


Desde un pequeño velero, con el reducido pasaje de dos hombres y una mujer, se divisa una isla de grandes acantilados. Uno de los hombres, que parece haber vivido ahí anteriormente, la observa, entre la emoción y el temor. Estamos hablando de cuando las islas debían sufrir el terrible aislamiento que indicaba su nombre, y no la invasión y desnaturalización producidas por el turismo. Un flashback nos va a explicar la naturaleza y razones de esos miedos atisbados, pero antes veremos al patrón del velero mirando la isla con sus prismáticos: se trata de Michael Powell, el director de la película que así se inicia, The edge of the world (1937). Sobre él y sobre todo el cine que luego ideó junto a otro personaje singular, de carácter diametralmente opuesto al suyo —Emeric Pressburger— va este escrito.


The edge of the world, que Powell dirigió antes de conocer a Pressburger, no fue su primera película, pero sí la que le dio fama entre los del oficio. Los pocos que la vieron en su momento se fijaron en lo bien que había filmado la isla escocesa y, o bien le abrieron la puerta para dirigir otras obras personales, o bien se anotaron su nombre, para tenerlo en cuenta en un futuro compartido.


Antes de esa película Michael Powell había dirigido un montón de películas muy cortas, de bajo presupuesto, para servir a esa picaresca que yo creía exclusiva del cine español: daban créditos para la importación de filmes norteamericanos, que eran los que realmente funcionaban en las salas. Todas ellas son hoy en día invisibles, o por lo menos no sé dónde pueden encontrarse. No deben ser nada del otro mundo, hechas deprisa y corriendo, pero él las defiende enormemente, porque le enseñaron a vencer todo tipo de problemas en su realización y le hicieron aprender en profundidad su oficio. Aunque él ya había entrado en el mundo del cine previamente, colaborando en películas de Rex Ingram


Emeric Pressburger, por su parte, era húngaro, pero se había hecho un nombre escribiendo guiones en el cine alemán con la poderosa UFA para directores del prestigio posterior de Robert Siodmak o Max Ophuls, hasta que, siendo de origen judío, huyó del país para refugiarse en Gran Bretaña. Powell, en asociación larguísima con él, lo define con cierta extrañeza por sus costumbres, tan alejadas de las suyas. Mientras él era un hombre de acción, que necesitaba conocer las historias y los lugares de los que iba a hablar, y solía ir, muchas veces en solitario, al sitio de los hechos, emulando hazañas que llegaron a salir en los periódicos, para luego explicar lo aprendido y vivido con la idea de que Pressburger estructurara todo eso y le diera un enfoque especial, este último era un hombre al que le gustaba la vida confortable. Tenía un buen coche, que utilizaba una vez al año para hacer una ruta gastronómica por Francia, visitando a sus amantes y teniendo siempre como etapas las estrellas de la Guía Michelin.


Powell había nacido el 30 de septiembre de 1905 en una granja del condado de Kent, a ocho kilómetros de Canterbury, hijo de un padre bala perdida, jugador, amante de los caballos, muy ausente, y de una madre que había recibido una educación esmerada y tenía muchos contactos familiares de alcurnia, lo que le ayudó para superar las ausencias y luego la separación de su marido.


La experiencia de la visión de la Intolerancia de Griffith dice Powell[1] fue la que le hizo decidirse a ser director de cine, pero su conocimiento de celebridades del mundo del espectáculo y de la política le llegaron también bien pronto, aun siendo un crío, de forma directa, gracias a que su padre compró, con unas insólitas ganancias de juego, un pionero hotel en Cap Ferrat, en una Costa Azul entonces casi inexplotada. Por ahí trabó conocimiento con Isadora Duncan, Winston Churchill, la actriz y sufragista Lilly Langtry… y otros muchos.


Fue también su padre, por los contactos que obtenía por la Costa Azul, quien le introdujo en los que fueron durante mucho tiempo unos estudios cinematográficos muy importantes, los de la Victorine, en Niza, donde muchos años después François Truffaut rodaría La noche americana. Allí Rex Ingram estaba rodando una de sus grandes superproducciones, Mare Nostrum, y Michael Powell entró a trabajar en su escudería. Powell, agradecido, señala a las producciones de Ingram, entonces en la cima del cine y hoy un tanto olvidado, como su verdadera escuela cinematográfica. De entre la gente que conoció en La Victorine, además, fue de dónde sacó la mayoría de los técnicos de todas sus producciones posteriores. Y por la zona de Niza tuvo también la suerte de conocer, además, a artistas como Bonnard o Matisse.


De regreso a Inglaterra, Powell trabó contacto con Alfred Hitchcock como fotógrafo de plató de su Champagne (1928) y, de creerle, luego le dio muchas ideas durante la escritura del guion de su Blackmail (1929). En cualquier caso, su conocimiento mutuo y amistad siguieron existiendo a lo largo del tiempo.


Es con la llegada del sonido, en 1931, que Michael Powell empieza su carrera como realizador, y lo hace con uno de los quotaquickie de los que antes hablaba, de 43 minutos, para la Fox. A partir de entonces no paró. Hasta 1936 comenta en sus memorias que aceptaba todo lo que le proponían, lo que supuso nada menos que 19 películas, todas hechas muy rápidamente, en un par de semanas, con mucho diálogo, para compañías como la Fox, la Gaumont británica o alguna otra, que engrosaban así lo que llamaban su Powerty Row. Así, sin parar, hasta The edge of the world, que Powell acompañó de un libro sobre su trabajo en la isla.


Tras ese empeño, Powell ya no quiso volver a hacer esas películas de serie B, dando su etapa de aprendizaje como acabada. Como no veía posibilidades de poner en marcha ninguna obra personal, estuvo a punto de ir a vivir y trabajar a Hollywood, la auténtica Meca del cine en esos momentos, cuando aparece en su carrera el nombre de Alexander Korda, un húngaro que había realizado en Francia, y luego en Inglaterra, para Paramount, cantidad de versiones de la misma película en diferentes idiomas —un procedimiento de locos que funcionó toda la primera época del cine sonoro—, y que pasó a establecerse por su cuenta, teniendo unos éxitos enormes con películas como La vida privada de Enrique VIII (1933) o Las cuatro plumas (1939, dirigida por su hermano Zoltan.


Alexander Korda había visto y admirado The edge of the world, y le propuso a Michael Powell que realizara sus películas en su productora, London Films. Emprende entonces Powell, como luego haría casi siempre, un viaje —en este caso por Singapur y Birmania— para la preparación de su primera película bajo ese paraguas, con grandes actores contratados por Korda (Merle Oberon, Conrad Veidt, Sabú), pero cuando ya lo tiene todo a punto, el productor le baja los humos, aplazándole su proyecto y proponiéndole otro guion para hacer de forma inmediata. Para ayudarle a adaptar el guion le presenta a otro húngaro como él, Emeric Pressburger. Y este será el inicio de una larga asociación.


Por aquel entonces —como empieza ahora a pasar y la gente no acaba de darse cuenta del enorme peligro amenazante— empezó a haber un ambiente prebélico. Todas las películas que hará Michael Powell a partir de entonces y hasta finalizada la II Guerra Mundial están relacionadas con este contexto pre-bélico y luego bélico. Powell habla de ellas como “películas propagandísticas”, pero basta ver alguna para darse cuenta de que lo que prevalece de su visión es en primera instancia la intriga, las aventuras, la diversión y el placer que suministran. Es más, alguna de ellas nunca dirías que están rodadas en tiempos de guerra, pues tratan al enemigo con una mirada ponderada, alejándose de lo maniqueas que suelen ser todas las películas del género bélico.


En un primer film de este estilo, The spy in black (1934), Powell cuenta ya con la insustituible figura de Vincent Korda quien, a partir de entonces, le construyó unos muy cuidados decorados reproduciendo escrupulosamente todo tipo de espacios, ideales para lo pensado por Powell para sus películas. Era esa El espía negro, una película para alertar de los posibles espías alemanes y estaba rodada en uno de esos ambientes amados por el realizador, las islas Órcadas.


Las siguientes ya se produjeron en tiempos de guerra.


(La próxima semana publicaremos la segunda parte de este estudio sobre Powell y Pressburger).


[1] Prácticamente todos los datos biográficos que aparecen por aquí los he sacado de la enorme —dos volúmenes de unas ochocientas páginas alargadas con letra pequeña cada uno— biografía que Michael Powell escribió al final de sus días. Tengo y leí la versión francesa Une vie dans le cinéma y Million dollar movie (su segundo tomo), aparecidos en 1997 y 2000 respectivamente, en edición del Institut Lumière / Actes Sud fomentada por su amigo Bertrand Tavernier.

El año Powell-Pressburger


El año pasado fue para mí, en buena parte, en lo que respecta al cine, mi año Powell-Pressburger, porque, al margen de haber visto por vez primera la película que abrió la filmografía de calidad del primero, leí también sus memorias.
Ya lo he dicho en varias ocasiones por aquí: leí esos extraños dos volúmenes en su traducción y edición en francés del Institut Lumière/Actes Sud. Obra descomunal, cada volumen de unas 800 páginas de letra pequeña, con un formato vertical alargado que no hace precisamente cómoda su lectura, se nota en seguida, tanto en su inicio como en su final -que casi coincidió con el final de su vida- que su escritura no fue un proyecto secundario para su autor.
Lírica descripción de su libertad infantil por la campiña de Kent su inicio, maratón para dejar escrito su final -que parece ser dictó, falto de fuerzas-, el empeño de Michael Powell se aparta de las memorias al uso. Escritas ciertas escenas tanto sobre la preparación de sus películas como de su vida privada con un grado de detalle extraordinario, como si reviviera antiguas conversaciones de ahora mismo, deben tener por fuerza un grado de invención, de acomodación en la cabeza de los hechos, muy fuerte.
Una explicación sobre cómo acaba el libro creo que es sumamente explicativa de lo que digo: ¡montó su final tergiversando la cronología para lograr el efecto que deseaba! Es decir, como pone por algún lado su traductor y encargado de la edición, hizo un montaje específico, al modo de los de sus películas. Quiso acabar relatando la muerte de su compañero de fatigas, Émeric Pressburger, y montó un capítulo haciéndole acudir a despedirse, y dando así conjuntamente fin a sus recuerdos.
Con largos periodos abandonados en la mesita de noche, la travesía por las páginas de estos dos volúmenes, que me trajeron en enero los Reyes Magos, me duró hasta casi consumirse el año. Eso, conjuntamente con la visión adicional de alguna de sus películas, ya con otra mirada, te hace alcanzar una proximidad que se suma a la fuerte atracción que siempre ha tenido para mí su obra.
Quise aprovechar esa proximidad para escribir algo que mínimamente la transpirara, pero ahí empezaron los problemas. Una cosa es quedarse boquiabierto con el placer que suministran ciertas películas y otra bien diferente condensarlo y trasmitirlo en un escrito.
No estudio en profundidad ni dulce azucarillo, en La Charca Literaria tuvieron la amabilidad de publicarme, partido en dos, el texto resultante del intento cuando éste me salió excesivamente largo.
Hoy aparece en la publicación su primera parte:

jueves, 23 de enero de 2025

Highway

El flamante autocar del círculo ambulante circulando por las extensas llanuras.

Uno de los números.



Jóvenes espectadores.

Lo que he visto del kazajo Dvortsevoy me ha dejado siempre boquiabierto. Son las suyas que he visto películas repletas de humanidad, pero sin que transmitan el mínimo acento de esos sentimentaloides que tanto abundan en las que tienen temas como los que trata.
“Highway” (1999; visible ahora en Filmin gracias a L’Alternativa) me ha confirmado por completo mis sensaciones previas, hasta el punto que la sitúo sin dudarlo en lo más alto de la oferta actual de la plataforma.
Nada más empezar, me ha lanzado hacia una evocación que me ha llegado a lo más hondo. Aunque a miles de kilómetros las interminables llanuras de la escena de la película del pueblo en cuyas ferias de verano lo experimenté, me ha llevado irremediablemente al recuerdo de un pobre fakir que por unas pesetas se arriesgaba a tumbarse en un lecho de cristales con la espalda desnuda.
Aquí el joven fakir que resiste los diferentes embates a los que se somete en su actuación es el mismo que, en la secuencia siguiente, gracias a enormes esfuerzos a golpe de manivela, pone en marcha el motor del destartalado autocar de la familia de la farándula protagonista del film.
Gracias a que un plano de la polvorienta carretera por la que se aleja el autocar de la familia circense se alarga, podemos apreciar cómo una serpiente de unos tres metros la cruza. En el plano siguiente, otro coche espanta a la cuneta a un enorme aguilucho que aún no ha aprendido a volar, al que los niños se aprestan a atrapar: ya tienen otro miembro más para la troupe.
Expectantes jóvenes espectadores se acercan al reclamo sonoro del circo ambulante familiar, varado para la ocasión en un descampado junto a la carretera donde descansan algunos camiones de transporte. Dvortsevoy, cámara en mano, capta una y otra vez el detalle significativo.
Detalles no sólo de los espectáculos ofrecidos, bajo la dirección del padre, por los cinco hermanos, de dos años el menor. Así, podemos ver, por ejemplo, lo bonachón del aguilucho que, sin malicia alguna, después de la sorpresa inicial por el robo, se deja arrebatar toda la comida de su lata por dos cachorros caninos.
O cómo deja de limpio del plato el niño de unos cinco años, rebañando con la mano todo el arroz y su padre, a base de té, acaba la operación.
Todo con la presencia/ausencia de una madre despreocupada, pero que cuando se enfada porque le molestan, impone un auténtico régimen de terror a sus hijos.
Así, de todas formas, seguro que se crean niños inmunes a cualquier enfermedad.
Una película cuya exhibición otorga carta de nobleza a L’Alternativa -pero eso ya lo sabíamos- y a Filmin, que parece recuperar el tono últimamente perdido.
(No hay apenas fotos por internet de la película, y la copia que corre de YouTube es tan mala que sus capturas quedan tan desdibujadas como puede verse).

Recogiendo unas pocas perras tras la actuación.


El aguilucho dejándose robar inocentemente toda su comida.

El niño rebañando el plato con la mano y luego chupándose los dedos.
 

miércoles, 22 de enero de 2025

Nicolás Pereda en Filmin

La misteriosa -si se quiere- acción narrada por Gabino Rodriguez en el cortometraje “Flora”.

Gabino (o quizás ya Lázaro) Rodriguez en “Flora”.

Filmin ha colgado en su plataforma varias películas del tan especial cineasta mexicano Nicolás Pereda, procedentes de la retrospectiva que le dedicó este año el Festival L’Alternativa, con títulos por mí tan preciados como ”Dónde están sus historias” (2007), “Los mejores temas” (2012), “Fauna” (2020) o “Querida Chantal” (2021), todos ellos de una rareza total cuando das por vez primera con alguno, pero que acaban venciendo al más pintado a la que éste persevere en su visión.
Anoche vi los dos que desconocía, el cortometraje “Flora” (2022) y el largometraje “Perpetuum mobile” (2009).
Ambos con el equipo de actores habitual de Nicolas Pereda, presidido por el inconmensurable Gabino Rodriguez (que ahora se hace llamar Lázaro), el cortometraje es, para mí, una muestra de cómo Pereda sabe sacar misterio de unas historias de lo más baladí.
Lo de “Perpetuum mobile” viene por el camión de mudanzas del apático personaje encarnado por Gabino Rodríguez, causa él de desesperación para su sufrida madre, y alguno de sus estrambóticos trabajos de mudanzas con los que se encuentra constituyen el grueso del entramado de la película.
A ver quién se atreve con alguna de ellas. Puede que la primera que se vea, como digo, cause extrañeza, pues cuesta entender inicialmente qué está pasando en cada una de las escenas de la película, como cuesta entender los endiablados diálogos mexicanos, cuya comprensión no facilitan subtítulos algunos.
Pero si se entra un poco más, uno acaba encontrándoles el gusto, y hasta diría que se divierte con ellas un montón.

Gabino junto a su camión de mudanzas con su compinche Paco. “Perpetuum mobile”

Gabino y su madre Teresa.
 

lunes, 20 de enero de 2025

Due soldi di speranza

La llegada del servicio militar.

Haciéndose cargo de la sequía económica de una familia sin otros hombres.

Carmela, la hija del parco pirotécnico local.

En la inmediata postguerra el joven, dinámico y fuerte Antonio Catalano acaba su estancia en el ejército y regresa a su pueblo, vecino de Nápoles y del Vesubio. Pasa a ser uno más en busca de un trabajo casi inexistente.
Renato Castellani tiene el acierto de tocar en “Due soldi di speranza” (1952; en Arte, enlace abajo) todos los temas candentes (el paro, el hambre, el atraso secular del sur, la maledicencia de la gente) primando por encima de todo un humor que te hace soltar la carcajada varias veces.
La fatalidad que hace que la enamorada Carmela desbarate todos los precarios pero aparentemente sólidos empleos que António va consiguiendo no entorpece el ritmo de la película, en la que se suceden sin pausa las acciones, las discusiones, las burlas, las canciones.
La película muestra la rudimentaria pero consolidada estructura social de esa zona entonces rural, la imposibilidad de que los transportistas del pueblo se pongan de acuerdo para el progreso conjunto, cómo la dote y el honor lo hipotecan todo, en una sociedad en la que el cura sigue haciendo de juez en las trifulcas vecinales, con una Iglesia enemiga visceral del comunismo. Todo, eso sí, pasado por las cancioncillas napolitanas y las risas.
Película, además, de cine dentro del cine, con Antonio trabajando en Nápoles llevando en los intermedios las bobinas a proyectar en otros cines de una vampírica patrona.
Una gozada.




En brevísima “emigración” a Nápoles en busca de trabajo.

El cura, en el confesionario, mediando entre las reclamaciones de dos feligresas.