sábado, 10 de agosto de 2024

Yo confieso

La silueta del Chateau Frontenac.

La historia relacionada sé que ya la he explicado alguna vez por aquí. Mis padres (él, agnóstico, ella católica practicante, pero con malas experiencias infantiles en un internado de monjas), no me llevaron a un colegio religioso, sino a una escuela laica. Hasta ahí muy bien. Nosotros también tomamos esa decisión con nuestras hijas, que ahora veo que ni siquiera en la actualidad es un comportamiento mayoritario. Pero, por muy laica que dijera ser mi escuela, programaba ejercicios espirituales. Mi padre contestaba con un categórico “¡No!” cuando le trasmitía la petición de autorización que me habían entregado para poder ir a unos ejercicios espirituales en un centro de fuera de Barcelona similar al del “Todo modo” de Sciacia, que mis compañeros valoraban porque tenía hasta un campo de fútbol, pero no podía negarse a los que, celebrados en la misma Escuela, no comportaban desplazamiento alguno.
En una de esas ocasiones, después de aleccionamientos varios, nos bajaron al teatro, donde, nos dijeron, iban a proyectarnos una película. La película en cuestión era “Yo confieso” (Alfred Hitchcock, 1953), que me dispuse a ver de lo más emocionado. Si pasan películas y todo, me dije, no deben estar siempre tan mal los ejercicios espirituales… Pero me incomodó entonces un poco que, durante los títulos de crédito iniciales, el cura encargado de los ejercicios me preguntase si me sabía mal que se sentase a mi lado. Pero mucho peor fueron sus exclamaciones y simuladas reflexiones internas suyas exteriorizadas a mi oído durante toda la película. Recuerdo una en particular, preguntándome, insidioso:
-¿Y si el sacerdote sabe quien es el asesino, por qué no lo dice a la policía?
Vamos, que se me indigestó la película, me cayó gorda, y no quise volverla a ver nunca más. Hasta ayer, casi 60 años después, en que la pasaron dentro del ciclo de la Filmoteca.
No es, desde luego, de los Hitchcock que yo escogería, al contrario: experimentando su visión, una pesada capa oscura va calando y no es que no haya elemento de humor alguno, como me pensaba que pasaría al ver que liquidaba ese juego que se trae de su cameo (foto 2) a la primera de cambio, como diciéndose: “ya me he desentendido de eso y podemos concentrarnos en cosas serias”. De hecho, hay una divertida escena con niñas, y monta todo un personaje, un cura de la congregación, con su bicicleta, que en cada una de sus apariciones provoca, como menos, una sonrisa.
El problema, ligado a esa capa negra pesada, está, según le explica el mismo Hitchcock a Truffaut, en que no es, como debiera ser, al igual que le pasa a “Falso culpable” (1956), “una historia seria contada con ironía”. La película está rodada en la católica Quebec (en los títulos de crédito aparece -foto 1- la silueta del Chateau Frontenac, que parece va a dar juego al final a una escena cumbre hitckoniana… que no se produce) y, de hecho, durante toda la historia van apareciendo contrapicados sobre campanarios de iglesias, cruces o, en vez de la música de Tiomkin, suenan de fondo campanas.
Como se descubre al inicio del todo, lo puedo contar sin temor aquí: hay un asesinato, que ha cometido un hombre disfrazado de sacerdote, quien se confiesa del crimen a un antiguo héroe de guerra, reciente sacerdote. Ese, al que acusarán de asesinato y no puede acusar al asesino debido al secreto de confesión, no es otro que Montgomery Clift. Como falso culpable, la cámara se pasea por detrás de su cogote, en un plano frecuente en las películas de Hitch de esos años. También hay una bajada de escalera en un relato en flashback, pero casi parece de pitorreo, de tan cursi, ella vestida que es un primor (foto 3).
Hay elementos de puesta en escena interesantes, como ese diálogo entre mujer y hombre de un matrimonio distanciado, cada uno de ellos en encuadres separados. En contrapartida, no están, a mi juicio, muy bien tratados ni los refugiados alemanes (que desde muy al principio aparecen como diabólicos… casi sólo por ser alemanes) ni ese ambiguo fiscal, que por ser amigo lanza unas insinuaciones de aquí te espero.
Pero lo que más domina, aunque los aplausos de la sala grande de la Filmoteca parecían demostrar que no era juzgado negativamente, es todo ese poso de tormento psicológico propio de cine religioso. Claro que es extraño que circulara como se ve ahora durante el franquismo, con ese pasado dirías que medio pecaminoso, o por lo menos lúbrico del cura, si bien es verdad que el relato del adulterio efectuado es más que discretísimo.
Y vuelvo ahora a mi historia personal que he explicado al principio. ¿Qué hacía “Yo confieso” dentro de unos ejercicios espirituales? ¿Qué mensaje querían trasmitir los curas con su proyección a tiernos infantes de unos doce años? ¿Querían que los considerásemos, por simpatía, como héroes dispuestos a morir para no revelar el secreto de confesión? ¿Qué tipo de arma arrojadiza nos lanzaban? ¿Sólo ese clima de continua opresión moral? El comportamiento de ese cura de los ejercicios espirituales haciéndome sufrir, obsesionándome con el martirio del personaje de Montgomery Clift me parece, lo vuelvo a ver ahora más claramente si cabe, execrable.

Primer personaje que aparece en la película: Hitchcock. Como si quisiera desembarazarse pronto de su jocoso juego y así los espectadores permanecieran atentos a la seria trama posterior.

En el flashback relatado por ella, su cursi bajada por una escalera para coincidir con su enamorado. Ella con un vestidito blanco, muy mono.



El juicio.
 

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