sábado, 3 de agosto de 2024

El proceso Paradine

Cena en casa del juez (Charles Laughton), quien estaría presidiendo la mesa junto a la cámara. La hija del mentor del abogado, el abogado, la mujer del juez, el que he venido llamando mentor del abogado y la mujer del abogado.

Miradas -observadas- entre el matrimonio.

El juez se sienta y empieza a manosear groseramente a la mujer del protagonista.

Hasta ahora, asistiendo a las sesiones del ciclo Hitchcock de la Filmoteca, había en general ido revalorizando varias películas que en su momento me gustaron, pero no tanto. Ayer, con “El proceso Paradine” (1947), sucedió lo contrario.
Estaba ansioso por ver qué decía Hitchcock a Truffaut, por si ofrecía las razones de que no resulte lo buena que debiera. Da en el libro unas razones de peso que ya me habían hecho arrugar la nariz al ver los títulos de crédito (el productor, Selznick, se hizo cargo él mismo del guión, e impuso a Alida Valli y a Louis Jourdan en sus papeles, cuando Hitchcock habría querido a Greta Garbo -en su retorno a la pantalla- y a un actor que “debía oler a estiércol”), tanto él como Truffaut señalan como destacables cosas que me habían llamado la atención en la sala y precisamente había ido anotado, pero, en cambio, los dos valoran mucho la segunda mitad de la película, que tiene lugar casi íntegramente en la sala del juicio y la verdad es que todo ese gran trozo, salvo alguna escasa y no demasiado punzante intervención del Charles Laughton haciendo de juez y el muy especial visualmente plano de la entrada de Jourdan al juicio, rodeando por detrás a la acusada Valli (“quería dar la impresión de que ella, que no le ve, lo siente, lo huele”), me parece bastante anodino.
Hitchcock también define muy bien su argumento: “es la historia de la degradación de un abogado aristócrata que se enamora de una cliente”. Todo ese proceso esta vivido por el abogado (Peck), pero sobre todo nos es explicado cuando observamos la actuación de tres parejas: las dos primeras son de un sometimiento grande de la mujer por el marido, la del juez (Charles Laughton) y su atemorizada esposa (Ethel Barrymore), a quien no le deja ni por asomo tener el mínimo momento de propia opinión, y la del mismo abogado en cuestión (Peck) y su abnegada mujer (una un tanto pánfila Ann Todd, de la que Hitch también opina que “no era adecuada”). Sólo en la tercera pareja, la formada por el mentor del abogado y su hija (a la que su padre le pide que no tenga un comportamiento “no femeninas”), ésta muestra realmente un espíritu independiente y activo.
Aún así hay grandes escenas, que marcan un poco el camino que quería recorrer Hitchcock.
Una primera es la detención de la mujer del gran hombre, Mr. Paradine, acusada de su asesinato. Aunque procedente del arroyo -figura que era napolitana- lo asume todo con una clase y entereza admirables. Como espectador ves con asombro que una señora tan guapa, bien vestida, adinerada y de clase, entre en prisión y sufra ante tus ojos todas las degradaciones que ese paso supone. Es demoledor verla ir acompañada hacia su celda, mientras se oye el canto de otra presa.
Otra tiene lugar en una recepción en casa del juez (Laughton). Acabada la cena, la cámara nos deja ver la grosera mirada de éste hacia el hombro desnudo de la mujer del abogado, que actúa con él de imán. Apartando con un subterfugio a continuación al marido y al mentor de éste, pasa a sentarse a su lado en el sofá, donde le coge la mano y empieza a manosearla…
Hay también momentos en las escenas ajenas al juicio en las que se aprecia un trabajo con las sobras muy agudizado. La primera vez que he anotado sucede esto en la conversación entre la acusada y su abogado. Ella presenta un rostro de lo más luminoso (e iluminado), hasta que se ensombrece profundamente cuando el abogado le intenta sonsacar sobre su pasado. En otra escena, Peck, temeroso por lo que haya podido captar su mujer de su devoción por la acusada, sube la escalera de la casa en un momento en que el enrejado de las barandillas se proyecta de forma mayúscula sobre las paredes. Y quizás la sombra más descarada es la que cae sobre la cara del mayordomo (Jordan) cuando éste abre la puerta al abogado, que va a averiguar todo lo posible sobre él y su relación con la acusada.
Alguna escena presenta subrayados muy acusados, como la que muestra, de forma muy recalcada para que lo captemos sin ninguna dificultad, a la mujer del abogado captando la adoración hacia la acusada que muestra su marido.
Y la música juega también un papel destacado, que hasta un oido musical tan taponado como el mío ha reconocido, en la escena en la que el abogado, en la alcoba de la acusada queda subyugado por la “lingerie” y el retrato de ella, que preside su enorme cama.
¿Qué fue lo que, en definitiva, atrajo a Alfred Hitchcock para aceptar rodar esta película? Si le hemos de creer, una serie de aspectos más bien destructivos que nunca le iban a dejar acentuar sin sus correspondientes amortiguadores, cuestión ésta que, a mi modo de ver, lastra la película. Quizás, puestos a elucubrar, volver, aunque sólo fuera en la ficción, a su país. Toda la acción figura tener lugar en Cumberland y, sobre todo, en Londres, cuyo palacio de justicia, todavía con las profundas huellas de la guerra, aparece frecuentemente entre escena y escena.

El abogado visita a la acusada en su celda.

Descomposición de parte de la brillante, muy llamativa escena del juicio en la que el mayordomo entre en la sala del juicio…

…pasa por detrás de la acusada…

Y va a sentarse en su sitio.
 

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