viernes, 23 de agosto de 2024

El hombre que sabía demasiado

La familia norteamericana en el autobús.

Y la pareja en la carreta de Marrakesh.

En la plaza Jema el Fna.

Tras todo un espectáculo probando cómo colocar sus piernas, el parece haber encontrado una posición no dañina.

Para que no se diga, ya en los títulos de crédito nos presentan, como un avance, a uno de los protagonistas de la trama: unos platillos que un muy formal instrumentista de la orquesta, dirigida por el mismísimo Bernard Hermann, ha de hacer colisionar en una única ocasión en todo el concierto.
Este concierto, debidamente alargado, junto a ese lugar de culto religioso bastante esotérico donde esconden al niño secuestrado! son casi las únicas similitudes con la versión que el mismo Hitchcock hizo previamente en Inglaterra de esta “El hombre que sabía demasiado” (1956), que ayer se pasó en la Filmoteca con otro éxito de audiencia.
Puedo y me es casi imposible no dejarme arrastrar por el suspense o los suspenses generados con los consiguientes in crescendo, pero por mi formación cultural, más bien inmersa en la progresía, me es imposible empatizar con esa familia prototípica norteamericana residente en Indianápolis, él (James Stewart) médico, ella (Doris Day y su rostro expresando sufrimiento) antigua cantante de fama, viajando a Marrakesh con su retoño. No obstante, hasta diría que Hitchcock -no olvidemos que británico, no estadounidense- se burla callada pero muy irónicamente de esa santa trinidad. Basta pensar en ese hombre de proclama de tebeo, diciendo que habría que haber supuesto cómo reacciona un norteamericano cuando le secuestran a su hijo. O el gesto de ella, en medio de toda la situación comprometida que está viviendo, arreglando la corbata de su marido para que luzca presentable delante del embajador que quiere saludarlos.
No se trata aquí de ir enumerando los diferentes elementos que hacen la película indefectiblemente de Hitchcock y que no pueda ser de ningún otro director a no ser de un imitador suyo, pero ahí están sus bonitas transparencias (primero en el autocar circulando por Marruecos, luego en la carreta por Marrakesh, cuya famosa plaza también se nos ha mostrado por el mismo procedimiento y ha servido de fondo), la sospecha que trasmite sobre el personaje de Daniel Gélin, o esa magnífica secuencia en la que James Stewart se dirige en Londres al encuentro con un desconocido y oye en una solitaria calle el eco de unas pisadas (casi al modo de “La mujer pantera”) que acaban por convertirse en un personaje real (ver foto).
Para mí recientemente captada pero ya nutrida lista de parejas de Hitchcock de orígenes bien diferenciados, habría que añadir la de los personajes de DD y JS. Es verdad que parece ser él quien paga, a base de operaciones a sus pacientes, todos los gastos, mientras ella adopta el sempiterno papel femenino de la mujer casada sin aportar ni un céntimo al hogar desde el momento en que abandonó su profesión de cantante, pero él no deja de ser un cateto de Indianápolis, que no sabe ni sentarse en el restaurante tradicional marroquí, mientras que ella, a tenor de la gente que la va a visitar a su llegada a Londres, ha convivido siempre con la alta sociedad.
En éste pase es cuando he sabido ver una de las planificaciones más interesantes y emocionantes de captar de la película, porque es de esas que sólo tienen sentido uniendo dos momentos muy distantes del metraje: Por el principio, en Marrakesh, abren la puerta de su habitación en La Mamounia a un personaje de aspecto temible, que aparece tras el umbral con su rostro ensombrecido. La misma sombra que le ocultará su rostro en el Albert Hall en un momento trascendental, pues se trata del encargado de asesinar a la personalidad política. Chapeau!

Un plano por completo hitchcockniano, similar en concepto al de “La mujer pantera”.

Un inspector jefe de Scotland Yard más bien soseras e inactivo.

James Stewart parece que tiene afición a subir a los campanarios de iglesias.


Bernard Hermann dirigiendo el concierto del Albert Hall.

Unos fotogramas antes, ella estaba sola en esa puerta del Albert Hall, recordando poderosamente el cuadro de Norman Rockwell en la que una acomodadora se apoya en su hombro contra la pared de un cine.



 

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