viernes, 9 de agosto de 2024

Extraños en un tren

En el tren, un tren de esos que unían las grandes ciudades norteamericanas, ese choque incidental de zapatos iban a unir dos vidas.

“Extraños en un tren” (Alfred Hitchcock, 1951) está lleno de secuencias icónicas. ¿Quién no recuerda esa inicial en la que la cámara va mostrando el recorrido de las piernas de dos personas, una de ellas con llamativos botines blancos, hasta acabar coincidiendo en un compartimiento de un tren, en el que uno le hace una singular propuesta al otro? ¿O ese partido de tenis seguido por toda la grada, girando sus ocupantes la cabeza a derecha o izquierda para observar las jugadas, excepto un personaje central, nuestro hombre, que mantiene fija la cabeza, penetrante su mirada?
Habitualmente Hitchcock basaba sus películas en novelitas que luego moldeaba como quería. Aquí, en cambio, partió de la novela de Patricia Highsmith. Esa idea extraordinaria del posible intercambio de crímenes surge, pues, de ella. Para hacer su adaptación Hitchcock contó esta vez nada menos que con Raymond Chandler pero, según explica, su relación fue explosiva y el guión resultado un desastre, aunque lo intentara mejorar luego con otro guionista.
Así las cosas, Alfred Hitchcock echó mano de su especialidad, y para mantener la tensión después de ese punto de partida tan bueno, empezó a puntear la película de elementos de suspense, aunque, sí bien se mira, analizados mínimamente, no son todos ellos más que McGuffins, es decir, nada, tonterías que no resisten el más mínimo análisis en profundidad. Ahí está ese encendedor comprometedor, que quizás caiga, además, por una alcantarilla. O esa barrera inesperada con la que se encuentra el protagonista cuando sube sigilosamente por una escalera de casa señorial -¡una más!-. O ese pobre viejo renqueante que se ofrece para ir arrastrándose por debajo del tiovivo que gira endemoniadamente para pararlo.
Pero hay también en la película acertados apoyos visuales. Ese cruce de viajeros de los que sólo vemos sus piernas se subraya con unas vías de ferrocarril entrecruzándose, como las vidas de ambos. En la feria, el sucesivo acercamiento del asesino a su víctima mediante discretos flirteos está a punto de culminar cuando vemos, proyectada en la pared del túnel del amor, la sombra del primero echándose encima de la de la segunda. Cuando el protagonista está por la noche junto a su casa, observa cómo, efectivamente, la policía acude a la misma para interrogarlo y quién sabe si detenerlo: lo hace a través de unas rejas de hierro… Imagen perturbadora al máximo, ver la silueta agobiante de su perseguidor, de pie, mirándole, solitario, desde la escalinata del Jefferson Memorial.
Tratándose de Hitchcock, no puede faltar tampoco el humor en la definición de ciertos personajes, como el de la madre del loco, y situaciones, como ese niño disfrazado de vaquero que dispara con su revólver de juguete… y es rápida y definitivamente acallado, o la visión de ese retrato pintado (del padre o de un santo), puya del director hacia el arte contemporáneo, que ofrece a sus espectadores en sacrificio sabiendo les gustará.
Al final, ya todo solucionado, tras otra buena ocupación de tarde de agosto (a la salida de la Filmoteca, me comentan asombrados: “¡Estaba lleno!”, a lo que yo respondo que “Sí, cada día más: la gente viene una vez, ve que se lo pasa bien, y repite”), uno se retira hacia su casa reflexionando:
Está claro que el movimiento del tenista, campeón de Forest Hills, es, tras la notoriedad deportiva, un movimiento de ascensión económica y social. Algo, ese inmiscuirse un personaje en una clase que no le corresponde que veo que Hitchcock refleja una y otra vez. No otra cosa será esa boda con la hija del senador. Pero, viendo lo soseras de su novia, muy elegante pero ningún sex-appeal, habría que ver si en un futuro no se arrepentirá. Mucho más divertida, aunque desde luego nada refinada, y no tan fea si le quitases esas gafas de culo de vaso que son también protagonistas del film, la locuela de su primera mujer.

Las de estos dos caballeros: un campeón de tenis con aspiraciones sociales y el hijo consentido de una vieja familia de alcurnia.

No hay imágenes buenas por internet (sí un GIF de esos) de la grada del club de tenis, con ese rostro que permanece quieto, mirándonos fijamente, mientras todos sus vecinos giran la cabeza, siguiendo la bola, a un lado y otro.
 

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