Ayer vino Paula Lagos a la Filmoteca para presentar su libro -un tochazo de Shangrila- sobre David Perlov (1930-2003), el cineasta, fotógrafo y pintor de origen israelí, conocido en el mundo del cine independiente por sus diarios filmados.
Fue muy bien su presentación para saber de la biografía y preocupaciones de su biografiado. Autoproclamado judío del norte de Palestina, nació en Rio de Janeiro -a donde volvería alguna otra vez, reflejándolo en sus diarios-. Sus preocupaciones artísticas le llevaron a l’Ecole des Beaux-Arts de París, donde trabó conocimiento con Henri Langlois, Roberto Rossellini, Joris Ivens o Chris Marker, que le arrastraron al mundillo cinematográfico.
Un ultimátum de su mujer, Mira, judía como él, le condujo en 1963 a vivir en Israel, donde, con un panorama del oficio casi desierto, se convirtió en una suerte de cineasta oficial.
En su primer diario filmado explica que ese cometido en el cine “oficial”, desarrollado con éxito, le llevó a la depresión. Se encerró en su apartamento y decidió dejar ese tipo de cine, pasando a un empeño mucho más personal. También practicó mucho tiempo la docencia de todo lo que había aprendido de arte, fotografía y cine. La serie de diarios filmados, rodados básicamente en su casa de Tel-Avid y luego en su estudio o con motivo de algún viaje, constituirán a partir de entonces su producción.
La pieza vista ayer en la sesión, “My stills” (2003), constituye el último de sus diarios. Muestra inicialmente sus balbuceos en el nuevo mundo del vídeo. Un ex-alumno suyo, según explica, le ha prestado una cámara, y aprende a utilizarla mostrando orgulloso su nuevo estudio, un semisótano del que graba una y otra vez sus ventanas, cerradas por unos barrotes, pero que dejan ver la luz y vegetación exterior -unos nísperos-, lo que le lleva -comenta- a una completa felicidad.
Es el trozo de película en la que se aprecia más su aspecto reflexivo sobre su práctica cinematográfica -en este caso videográfica-, que se cuestiona, a medida que va aprendiendo, continuamente. Porque, después, Después muestra a Henryk Ross y analiza la obra de este fotógrafo que supo captar imágenes únicas de los judíos del ghetto de Lodz subiendo a los trenes que los llevaban a Auschlitz, dejando a partir de entonces de hacer la más mínima fotografía y todo el resto del metraje se concreta en presentar una edición de sus fotografías comentándolas una a una mediante una voz en off en su inglés que, en ocasiones, llega a sentirse, por su constancia, algo saturante. Quizás bastaría dejar las fotos ahí, con muchas menos indicaciones, por muy irónicas que éstas sean y resulten.
En esta ocasión las fotos son todas, aún pasadas como “naturalezas muertas”, enormemente vivas, pues siempre contienen gente en sus acciones habituales: al vigilante de su finca, por ejemplo, le dedica divertido un buen montón. Tal como hace con los entonces de tantos orígenes habitantes de Tel-Aviv que su cámara capta.
Por un momento me he puesto a pensar que ninguna de todas las fotografías de calle vistas podrían hoy mostrarse: la ley de privacidad obligaría al realizador a pedir a cada uno de sus fotografiados que le firmasen un papel conforme están de acuerdo en que muestre su imagen.
Otro motivo más para hacerme entrar en reflexiones sobre si no habremos exagerado en ésta y otras cosas un poco demasiado.
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