María Luna, coordinadora de la Mostra de Cinema Colombià y Sergio Guataquira Sarmiento intercambian miradas antes de iniciar la sesión. Sus perfiles delatan fácilmente sus origenes.
Me supuso un esfuerzo grande ir ayer a la Filmoteca a ver la segunda película de la Muestra de Cine Colombiano. Por una parte, cayó toda la tarde una continua y fuerte lluvia. Por otra, la película de Mayolo que inauguró el ciclo no fue santo de mi devoción… Pero vencí los prejuicios… y valió la pena.
“Adieu sauvage” (2023) es el primer largometraje de Sergio Guataquira Sarmiento, estudiante de cine en Bélgica, que ha tenido una buena repercusión por festivales de todo el mundo (¡hablan de una cincuentena!) y ha recibido el Magritte al mejor documental, el más sonado premio que otorga la profesión del cine belga.
Para este primer largometraje, tras haber hecho cortos de ficción, Guataquira se dispuso a rodar un documental en la zona amazónica de sus orígenes.
Así planteada, la cosa comportaba unos cuantos peligros. Uno claro podría ser el ofrecer una lección concienciadora para mentes occidentales. Otro, caer en un cierto preciosismo estético amazónico, mezclado o no con la idealización sin mesura de la bondad e inteligencia indígena.
Diría que Sergio Guataquira salva muy bien esos escollos.
Para lo primero es esencial la mirada irónica que vierte sobre sí mismo en la película, ajena por completo a la mistificación del autor dotado, endiosado. Nada más empezar, da muestras de ese comportamiento. En la voz en off que marcará el rumbo de la experiencia, el propio director se define como el último príncipe de un perdido linaje del Amazonas… para luego hacer trizas la imagen formada, señalándose como hijo de borrachos y de un conductor de un descuidado autocar que por mal mantenimiento se precipitó por un barranco con todo su pasaje.
Pero hay muchos más ejemplos en esa línea. Explica, por ejemplo, su incomodidad al verse a sí mismo cuando da su discurso de presentación en la Amazonía, sintiéndose como un político vendiéndose a base de imposturas. Y no hace falta mucha intuición para notar que, en vez de mostrarse como arrogante cineasta europeo, hace en la película de patoso con todo lo que ensaya, y no puede sino caer bien.
No hay preciosismo selvático, pero sí una muy bella y funcional fotografía en blanco y negro, en formato horizontal. En el coloquio dio pistas sobre la sólida preparación cinematográfica del menor detalle: procedente él mismo de la ficción, el blanco y negro le ayudaba, al dejarse moldear, al contrario que el color, en su idea de “hacer una película”, pues no hay nunca que entender que rodar un documental consiste en “sacar la realidad tal como es”. La distancia con la que están filmadas las personas y las cosas en diferentes momentos tampoco está dejada al azar, precisamente…
Y, por último, todos sus descubrimientos de la cultura indígena -que lo ha perdido casi todo- están pasados por una sana ironía: véase, por ejemplo, su aplicación del remedio para sus insoportables ronquidos nocturnos.
Las primeras imágenes, él en off narrando su llegada a Mitú, en la región colombiana más cercana a Brasil, sorprenden. Entabla conversación con el conductor del triciclo que le lleva desde el aeropuerto sobre el tema que, en principio, va a tratar en su documental (la oleada de suicidios entre la población indígena), y desde el interior del vehículo no hacemos sino ver un infernal mundo de motocicletas cruzándose, en unas imágenes que me han recordado a varios films del sudeste asiático.
Las escenas que capta de Mitú (luego se concentrará en una pequeña aldea cercana) hablan de una tierra de nadie, producto anómalo de las guerras, que han dejado conviviendo a militares e indígenas despojados de sus tierras.
A partir de ahí, vamos sintiendo una serie de extrañezas (como que el indígena que le instruye a él en todo, que se llama nada menos que Laureano Gallego López, le llame a él, con sus rasgos heredados tan evidentes, “blanco”), que la propia película irá explicando.
En el coloquio posterior, Sergio Guataquira terminó con una hermosa anécdota que confirma su imagen en el film de patoso y, a la vez, define muy bien cómo entiende debe ser, en casos como el que nos ocupa, su cine. Explicó que los colombianos (y tengo anécdotas que muestran que esto es así) socializan mediante el baile. Pero, siendo él un nulo bailarín -por eso, indicó, “me dedico al cine”-, su madre le decía que se dejase llevar, que siguiera el paso. En un documental como éste, ante Laureano y su familia, “yo tenía claro que no debía imponer nada, sino seguir el paso”.
Llegando al aeropuerto de Mitú, desde el rickshaw, o como le llamen en Colombia. Al poco rato, la calzada se llena de motocicletas.
La primera mirada, pudorosa, a los indígenas, está tomada desde la distancia.
Camino, por el río, del poblado en el que va a pasar unos meses, participando en las labores y filmando. Ese traslado cuando apenas se conocen, en la canoa y en el sendero desde el río al poblado, lleno de juegos y risas con los niños, cámara en mano, de autodescubrimientos, te congracia con su postura como cineasta.
Laureano Gallego López quien va ser el maestro de Sergio (y por lo tanto nuestro) de todo un mundo que se acaba precipitadamente.
La escena de la llegada del gobernador a la comunidad. Esperpento total.
Ya sin su chaqueta con la bandera colombiana, en el coloquio final.
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