Va de perros… casi humanos.
Buena parte del segundo volumen de las memorias de Michael Powell tiene, pese a la ironía y ánimo que gasta en su escritura, un deje melancólico. Narra el declive de The Archers, su calvario por todo el mundo buscando atar contratos para filmar sus ideas cinematográficas, en un momento en el que las grandes compañías ya no les daban Libertad absoluta de acción. Hasta que llegó un final en que recobró la economía y la moral, gracias al rescate de sus nombres hasta lo más alto del Olimpo por parte de Scorsese y de un pequeño grupo de críticos.
En ese periodo que digo él seguía activo, al tanto de la actualidad, pensando por dónde podían surgirle las posibilidades de prolongar su carrera, planteando proyectos, pero veía que no le hacían el caso que siempre le habían hecho. Pocos de su tiempo quedaban y el presente parecía regirse por pautas diferentes. En un momento, aunque se cree aún válido como el que más, parece caer en por donde va la realidad: “El único error que he cometido fue envejecer sin que me diera cuenta.”
Luego está también, claro, ese penoso proceso por el que van desapareciendo todos los seres queridos y los que actuaron de referentes y comparsas durante mucho tiempo. Tras narrar la muerte de su (penúltima) mujer, dirigiendo su pensamiento hacia el que quedó entonces como su último compañero, su perro, escribe estas líneas, que me emocionaron al leerlas. Traduzco del francés lo mejor que puedo:
“Durante un año, pues, estuve sólo, a parte de Johnnie. Pero ya era viejo, y un perro viejo es más viejo que una persona vieja. La muerte es muy paciente con un perro anciano. Se le aproxima lentamente. Primero es una cierta rigidez en las patas. Después la dificultad para respirar, y el perro viejo encuentra que el sendero que sube desde el pueblo es un poco empinado para él; debe pararse de tanto en tanto y hacer ver que mira el paisaje.
Después llega el día en que ya le es imposible subir la colina, él que corría y saltaba tan alegremente. Ahora debe pararse y sentarse, su amo lo coge y lo lleva hasta la puerta del cottage, donde pide que se le deposite en terreno plano. Al anochecer, cuando quiere salir a hacer sus necesidades y su amo le deja hacerlo, se queda fuera y hay que llamarlo, encontrarlo y retornarlo a casa. No podría hacerlo él sólo.”
Y Powell relata también de forma muy emotiva los últimos momentos de su pobre Johnnie:
“Esta última noche, en lugar de dormir en su cesta, vino cerca del gran sofá en el que yo me había tendido para dormir. Se acostó al pie del sofá y se durmió a mi lado. No lo había hecho nunca antes. Por la mañana se despertó bruscamente, se puso en pie, jadeando, y atravesó corriendo la habitación hasta su bol de agua, situado junto a la puerta de la cocina. Al llegar dejó caer su boca en el agua. Se había muerto.”
He buscado una fotografía de Michael Powell con su perro Johnnie, protagonista de esta entrada, pero sin éxito alguno, por lo que cuelgo ésta que aparece al principio de este volumen, con otro perro del que también habla en el libro mucho, pero muy anterior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario