Tengo apuntado que fue Alfonso García quien, no recuerdo a tenor de qué, me recomendó “La gran aventura” (Arne Sucksdorff, 1953; en Netflix). Quedó por ahí anotado, pero hasta anoche no pasé a verla.
Creía que era una ficción, cuando se ve que tuvo un importante éxito crítico como documental. Toda su primera parte sigue las peripecias de la población animal cercana a una granja sueca. Una zorra que de vez en cuando les roba una gallina para alimentar a sus crías, unas nutrias, diferentes aves y hasta un temible lince, los juegos y luchas entre ellos por la supervivencia, viendo nosotros cómo pasa el tiempo, las estaciones, que se las pela.
Consta como un documental, pero está saturado de aventuras, intriga, tensión y hasta comicidad de las que tanto suelen presumir las ficciones. De hecho, uno se imagina la laboriosidad para captar las imágenes que permiten dar una continuidad a toda esa aventura de la que habla el título. Todo tiene, eso sí, el tono amable de los documentales nórdicos de los 50, aunque asome la cabeza, no tan escondido, un universo de lo más cruel.
En esa primera parte los granjeros y sus hijos son, de hecho, una especie animal más, quizás la que más hace peligrar la continuidad de unos cuantos de los protagonistas. Pero, después de captar imágenes de la misa dominical en la iglesia de la región, la película se centra en las aventuras de los dos niños de la granja, que se hacen clandestinamente con una nutria como mascota.
Eso disminuye, a mi modo de ver, el gozo suministrado sin freno en toda esa primera parte, hace disminuir la tensión inicial para pasar a centrarse más en la anécdota y en la fotogenia del pequeño travieso de la casa. La hace más cine infantil, pero vaya, aún así diría que vale bastante la pena.
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