viernes, 11 de octubre de 2019

Una aventura de Sherlock Holmes


Los títulos de crédito surgen impresionados sobre unas sombras. En ellas se distingue, sobre la luz de un balcón, la silueta de Sherlock Holmes, que viste un batín, fumando de su pipa (primera fotografía).
La imagen que sigue -también únicamente sombras, siluetas- es de impacto: unos bobbies británicos conducen a un prisionero que, cuando se pasa a imagen real, en un juicio, descubrimos que no es otro que Moriarty, el eterno enemigo de Sherlock Holmes.
A estas tempranas alturas de “Una aventura de Sherlock Holmes” (“Sherlock Holmes”, William K. Howard, 1932), que ayer se pasó por la Filmoteca en una copia restaurada por el MoMA, no ha hecho sino aumentarte las expectativas con las que, conspicuo admirador del personaje, te han hecho desplazarte para ver una película que resultaba casi inédita.

A partir de ahí, salvo en contados instantes, que la hacen superar el nivel medio de agradable pasatiempo de sobremesa, la película, si llama la atención es, sobre todo, por una serie de cosas que chocan bastante:
-Primero, desde luego, la elección del actor para encarnar a Sherlock Holmes. Acostumbrados al posterior Basil Rathbone, más tarde su chupada figura ratifIcada por Peter Cushing, cuesta identificar al personaje de las características y magníficas deducciones con este más bien antipático actor (Clive Brook). No es que Sherlock no sea un personaje que se gane, con sus directas, nada políticamente correctas declaraciones y altanera forma de comportarse, la antipatía, pero digamos que al menos yo estoy acostumbrado a que, al actuar desde una elevada, insolidaria distancia, te hace disfrutar de esa antipatía, cosa que no pasa con la de Brook. Desde un principio te dices que vas a disfrutar mucho más con el familiar personaje de Watson y otros secundarios que con el mismo Holmes.
-Watson, sin embargo, apenas aparece, y su lugar lo ocupa un insólito niño -que no recuerdo en ninguna de las narraciones-. A esto hay que añadir otras licencias inauditas, como que Sherlock Holmes está a punto de casarse con una chica de una aristócrata familia, y que Moriarty, como todos los componentes de la banda de criminales que forma para su venganza, más parece un barriobajero personaje de TBO, pese a su gusto por el uso del método científico en sus fechorías, que el refinado aristócrata del crimen que se deduce de la lectura de las famosas obras de Conan Doyle. En resumen: Moriarty exterioriza demasiado su maldad, muy por encima de su -aquí inexistente- refinamiento.


Todo eso último seguramente se deberá a que la película parece ser la adaptación de una obra teatral, que debía jugar con los personajes una vez ya teóricamente acabadas todas las aventuras de Sherlock Holmes que en su día leímos. En cualquier caso, no hay que preocuparse demasiado: como para tranquilizarnos, en otra escena Sherlock Holmes toca el violín.
He dicho al principio que esas escenas iniciales con las siluetas de Sherlock Holmes y Moriarty entre los policías que lo llevan a juicio sí que apelan a la película que andas buscando. Hay más momentos de esos a lo largo del film. Pero es que hay una secuencia en la que la acción lleva a apagar todas las luces. Quizás el mismo realizador, consciente de que es en ese reino de sombras en donde mejor puede recuperar la representación de ese mundo mental, sea quien intente forzarlas.

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