martes, 9 de julio de 2024

El agente secreto

Ashenden (John Gielgud) con su esposa (Madeleine Carroll), supuesto matrimonio en su representación como espías.

Con “el general” (Peter Lorre) encuentran asesinado a su contacto.

Expedición a los Alpes para eliminar al sospechoso.

El perrito que prevé el peligro para su amo.

Peligro más que cierto…

La primera secuencia de “El agente secreto” (Alfred Hitchcock, 1936; ayer en la Filmoteca) cambia por completo la sensación que ofrecían las dos otras películas británicas del director recientemente vistas. Aparece en ella una capilla ardiente que transmite una solemnidad, una seriedad grande. El que no se trate de un decorado, sino de una sala que debe ser un escenario natural, seguramente ayuda fuertemente a esa impresión.
Aunque luego un personaje, ya con la gente fuera, cierra la puerta y reaparecen a partir de entonces decorados de los habituales, transparencias, bromas y luego flemas británicas, el aviso de estar ante una película hecha con otro molde ya se ha lanzado y, de hecho, por otros motivos vas comprobando que se cumple.
El ritmo que se mantenía en “El hombre que sabía demasiado” y, sobre todo, en “39 escalones”, con la consiguiente atención y disfrute continuados del espectador, decae en el film. Un teórico elemento gracioso lo quiere aportar “el general”, encarnado por un Peter Lorre desarrollando facultades como sátiro y, más tarde, aficiones de hombre sanguinario, pero la verdad es que lo único que me ha hecho sonreír de su performance es la pronunciación de un “¡carramba!” (sic) que suelta, representando ser latinoamericano.
No es que no tenga cosas que no estén bien. Una de ellas, por ejemplo, me ha parecido el imaginativo uso del sonido, aunque sea con medios que se demuestran muy rudimentarios. En varios momentos la banda sonora se llena de un ruido ambiental de fondo muy intenso: el inquietante y constante raspado de la puerta por el perro que nota la ausencia de su amo, la moneda que hace girar en el recipiente de barro cocido el grupo folclórico incrementando la tensión, el agua del arroyo montañoso bajando a trompicones que -como ciertas miradas- preconizan terribles desgracias, el ensordecedor ruido de las máquinas que envuelve la nave de la fábrica de chocolate suizo donde ha ido a situar Hitchcock parte de la trama, etc.
No falta también un tren, donde se concluye todo, pero en él las muertes que suceden, para finalizar la ficción, me da la impresión que -sobre todo una- se producen por la obligación de otorgar un castigo moral a sus víctimas, olvidando toda verosimilitud argumental. En otras ocasiones Hitchcock había estado más fino.
Al volver a casa, corro a leer qué dijeron Truffaut y Hitchcock, con Helen Scott como traductora, respecto a este “Agente Secreto” y, de alguna manera, parecen estar de acuerdo con mis objeciones.
Truffaut confiesa no haberla visto más que una vez y no recordar demasiado, y Hitch dice que “la película no estaba lograda”, ofreciendo unas pocas explicaciones para ello. La tilda de “película de aventuras que no avanza, que rueda en el vacío”.
Pero, como siempre, acaba haciendo reír. Ya que quería situar la trama en Suiza, pensó dotar la película de “lo que hay en Suiza”, esto es: lagos, chocolate y los Alpes. Y acaba con esta convicción: “¡se deben emplear los lagos para ahogar a la gente y los Alpes para hacerla caer por los precipicios!”

El moscón (Robert Young) en el casino con la espía-“esposa”.

Investigando en la fábrica de chocolates suiza.



Para acabar todo en el tren.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario