jueves, 5 de septiembre de 2024

Los pájaros


Cuando llueve en Barcelona, casi todo empieza a funcionar mal. Ayer perdí en mis narices el bus que me iba a llevar a la Filmoteca y el siguiente tardó en llegar más del doble de lo que señalaba el panel electrónico, haciendo luego un recorrido lleno de incidencias. Bajé una parada antes y tuve que acelerar el paso para no perderme la única oportunidad que tenía de volver a ver en pantalla grande “Los pájaros” (Alfred Hitchcock, 1963), llegando finalmente a entrar en la sala pasada la hora, dentro del periodo de cortesía, la camisa empapada de sudor pese a ser casi el primer día de verano sin calor en la ciudad.
Respecto a la película, pasado el tiempo, sólo decir que siguen siendo eficaces sus escenas de terror, pero que a este espectador actual le sabe mal que tanta espectacular escena de ataque pajarero y desasosegarte intriga que las rodea acabe prácticamente por aniquilar la historia que puede verse detrás.
En la historia que hay detrás volvemos a encontrar -¡qué casualidad..!- una pareja de diferente extracción social… y una suegra vigilante. Aunque viendo su casa junto a Bodega Bay podamos pensar lo contrario, Mitch, voluntarioso abogado penal (Rod Taylor), es el hijo de una granja local, y su madre, el personaje con miedo a que la chica rica y elegante (Melanie: Tippi Hedren) se lleve a su hijo y ella se quede sola y abandonada, explota unos corrales para gallinas y otros animales, que súbitamente dejan de comer el pienso que les da.
Al principio de la película, Melanie, luciendo unos zapatos de finísimo y largo tacón, cruza Unión Square, la plaza principal de San Francisco, sonríe cuando alguien le silba, y se dirige a una tienda vecina, que en esta película no es una floristería, sino una pajarería. Allá tiene lugar la divertida escena -foto- que nos conecta a ambos.
Al día siguiente ella emprende viaje en su deportivo y descapotable coche hasta Bodega Bay, acompañada de la pareja de periquitos -“love birds”, en la película-, que se ladean a derecha o izquierda al unísono en su columpio según la curva sea a uno u otro lado. Conviene confirmar que ella viste un traje del que no se desprenderá en el resto de la película, que resulta ser, claro está, verde, un color que Hitchcock suele escoger cuando se trata de anunciar un enamoramiento, como pudimos comprobar en “Vértigo”.
Un diálogo nos avisa de que ella es una mujer decidida, con enorme personalidad y arrojo:
-¿Sabe manejar un fueraborda? - le preguntan.
-Desde luego - contesta ella casi ofendida, absolutamente segura de sí misma.
Y esto me recuerda lo que el otro día me comentó Mireia Iniesta, como sabréis últimamente muy introducida en cine feminista y de análisis fílmico de género: que una famosa teórica de ese tipo de estudios (me dio su nombre, pero no lo retuve) ha analizado y escrito un libro sobre el cine de Hitchcock, determinando que, pese a lo que un feminismo de esos de anteojeras determinaría, el famoso director de cine siempre suele presentar unas heroínas que no corresponderían en absoluto con su machismo.
La película que ahora más me atrae se mueve en esa tensión amorosa (por cierto que después de la sesión, en el libro de conversaciones con Truffaut, he leído la razón del salto cualitativo repentino que se da en la relación de la pareja, que de repente vemos que ya se da la mano como enamorados, y es que suprimió una escena de ligue entre los dos que acababa con un beso, por miedo a impacientar a los espectadores que sólo estuvieran pendientes de que aparecieran de una vez los pájaros) y ésta, con la de un posible triángulo (la maestra y antigua amante) que corta por lo sano y la relación con el difícil personaje de la madre de él, es la que mueve casi toda la muy sutil puesta en escena del film.
Eso último se aprecia muy bien en cómo nos presenta Hitchcock el encuentro y diálogos entre el personaje de Tippi Hedren y el de la maestra, lleno de suspicacias y sobreentendidos. Pero también en otras muchas escenas, como el mismo acercamiento inicial entre la pareja, cuando ella le ha dejado a escondidas la jaula de los periquitos en su casa con una dedicatoria. Si alguien la vuelve a ver, que observe por ejemplo, por favor, cómo está efectuado el montaje del alejamiento de ella de la casa cuando alcanza la pasarela que le va a llevar a su motora: plano de visión subjetiva de ella a su frente -visión de la pasarela cada vez más cerca y más recorrida- alternado una y otra vez con el correspondiente plano que nos muestra la reacción de él al fondo, aclarando lo que ha podido pasar y disponiéndose a ir hacia ella. Esa tensión entre planos antagónicos, que se respeta hasta que dejan de lado todo para atender la herida producida por una gaviota, es la misma que la de la tensión amorosa entre ellos dos.
Hay relacionado con esto, otro plano muy curioso y, en el fondo, divertido, obra maliciosa, evidentemente, de Hitchcock. La pareja, que ya ha empezado a convertir la irónica pugna inicial entre ambos en acercamiento amoroso, están ambos uno al lado del otro, codo con codo, en el umbral de una puerta, mirando al exterior para ver de explicarse el fenómeno de los ataques pajareros. Pues bien: dos niños se introducen en el plano en cuña entre los dos, ocupando entre los cuatro todo el amplio del umbral, pero ellos ya no en contacto por lo que se ha insertado entre ellos.
Junto a este tipo de tensión de la que hablo (prolongada con todo el tema de la madre como personaje a sortear para culminarla), la otra tensión que va dosificando Hitchcock es la de todo lo relacionado con los pájaros. Los ataques tardan en generalizarse, pero toda una serie de pequeños síntomas o incluso pequeños y aislados ataques previos van presentándose. Todos y cada uno de ellos acaban con el corte del plano oscureciéndose, dejando la cosa en suspenso.
Luego, podríamos hablar de todas las ya más que famosas escenas de la película, que tanto juego y tinta han dado. Ayer me fijé especialmente en lo machacona que es la canción infantil que se oye monocorde de lejos, como para impacientar al más sentado, procedente del interior de la escuela, mientras vemos sentada en un banco del exterior a Melanie y, alternativamente, la llegada paulatina de pájaros al jardín de juego de sus espaldas.
Y ya sólo un recuerdo personal para terminar:
La escuela de Bodega Bay fue uno de los sitios que incluimos en nuestro trayecto por California, siguiendo las huellas hitchcockianas. Su apariencia está intacta, la calle de bajada por la que corren los niños asaltados por los pájaros es la misma, pero -mentiras del cine- no acaba en el centro del pueblo y la bahía, sino que va en dirección contraria, hacia el interior. Como no debíamos ser los únicos atraídos por la fama de la película, en la casa un cartel advertía aproximadamente algo así:
-Esto no es ninguna escuela, sino una vivienda privada, que rogamos no traspasen y respeten.

 

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