Los títulos de crédito iniciales, sobre fondo de manos reconociéndose y la música de Georges Delerue.
Desde una primera visión en que hice novillos para acudir a una matinal del Alexis (en la que luego me enteré que estuve a punto de coincidir con el mismo Truffaut, que había venido a presentarla) hasta ayer mismo en su pase en la Filmoteca, siempre he sentido un aprecio especial por “La peau douce” (1964), dando así tiempo a que las iniciales reticencias de tantos fueran modificándose hasta llegar al casi unánime consenso crítico actual a su favor.
Película muchas veces vista y comentada por mí aquí mismo, intentaré ahora respetar esa intención de no repetir lo ya dicho en otras ocasiones. Me centraré, pues, si no en aspectos nuevos, sí en impresiones y aspectos que más me asaltaron en la sesión de ayer. Los comentarios que intercambiamos a la salida de la proyección me ayudarán a ello.
Una reflexión que me surgió como consideración global de la película es que se trataba ya de una obra de madurez del director. En “Los 400 golpes” había volcado todo lo acumulado como experiencia infantil. La siguiente, “Tirez sur le pianiste”, fue un proyecto donde aplicó toda su vena experimental, para aquí ofrecer eso, su primera obra de madurez total.
Se trata, según la definición que corre por el grupo de sus amigos de por aquí, de un “polar”, y ayer me llamó mucho la atención cómo la película se va dotando con maestría de procedimientos característicos del género. Basta ver una de las escenas iniciales, con ese apresurado desplazamiento en coche para ver de alcanzar el avión que va a llevar al protagonista a Lisboa, para notar como espolea un suspense que luego va a seguir en toda la película, en muchas ocasiones también relacionado con trayectos, automovilísticos o no. En el otro extremo de la película, por su final, otra muestra maestra de suspense que denota una enorme fatalidad. Truffaut recalca los minuciosos recorridos de la baby sister siguiendo las instrucciones recibidas por teléfono y el fracaso de sus objetivos.
Pero hay mucho más en este sentido. Sería bueno recortar y remontar de forma continuada la enorme cantidad de planos muy cortos de duración y en distancia focal que corresponden a pulsar interruptores (luces de habitaciones, el starter del coche,…) y a manejar otros dispositivos mecánicos (dial y fichas telefónicos, por ejemplo). Todos ellos, y su sonido correspondiente -de la misma forma que la música de Delerue acompañaba y casi llevaba el suspense de los trayectos mencionados- van pautando la acción como si de engranajes de una compleja pero inexorable maquinaria se tratase. Dotando de ritmo a la película, llevándola como un tren por sus rieles, resonando el paso del tren por cada una de las traviesas: trac-trac, trac-trac.
Por algún lado leí que la película estaba resuelta como un continuo juego de miradas, y ayer comprobé la verdad de la aseveración. Hay escenas -sobre todo las iniciales del “ligue” de Pierre Lachenay con la joven azafata- que son un auténtico concierto de miradas, cargadas de significación. Subiendo la escalerilla ella se fija en el famoso crítico literario (un poco risible la popularidad de esa figura, pero vamos a pensar que es así porque “sale en la televisión”), aunque él no se fija en ella. Ya en la cabina del avión se produce el primer cruce de miradas entre los dos, que se repetirá de forma subrayada en una primera subida en ascensor del hotel. Pero previamente ha habido otra mirada reveladora, en una escena corta pero muy sugerente: en este caso es Pierre Lachenay quien fija su mirada de forma absorbente en el cambio de calzado de ella en el avión. Son sólo sus pies -objeto de atracción como lo había sido hasta entonces de forma notoria en las películas de Buñuel-, puesto que una cortina le oculta el resto de su cuerpo, cara incluida.
Maravillosa está Françoise Dorleac en su papel de azafata, pero se ve que Truffaut tuvo especial interés en dotar también de atractivo al personaje de la mujer de Pierre Lachenay, Franca, interpretado por Nelly Benedetti. Franca es una mujer de armas tomar (como se demostrará literalmente). Así se produce un triángulo más equilibrado que habitualmente, con dos vértices compitiendo con potentes armas por el tercer vértice.
Y llegamos al tema. Si las dos actrices están geniales en sus papeles, tienen en frente a ese palangana (ese es el insulto que ofrecí yo a la revista “La Ignorancia” a su petición para su último número, que apareció ayer) de Pierre Lachenay (Jean Desailly): Él, es mi opinión y creo que es la visión general de los espectadores del film, no se las merece desde ningún punto de vista.
Pero ahí está, y Truffaut le llama Lachenay, como al inseparable amigo de correrías de su infancia, lo que vendría a decirnos que está hablando de sí mismo. Hay para preguntarse si Truffaut se veía realmente tan mal a sí mismo. Es posible entonces que esté acusándose a sí mismo de su comportamiento. Atando cabos, Truffaut estaba casado con Madeleine Morgenstein, con la que vivía en el piso que sirvió como set para el matrimonio de la función (con lo que conocía por completo sus mecanismos, como el de ese cuadro capaz de separar dos áreas de la casa en momentos comprometidos), y el matrimonio había tenido una hija, a la que el padre le regalaba discos como la sinfonía de los juguetes de Haydn…). Pero el matrimonio con Madeleine, con la que incluso después de su separación mantuvo su fuerte amistad hasta el final de sus días, había ya pasado por momentos muy difíciles. A Helen Scott le explica su flechazo con una joven actriz de 17 años… que no puede ser otra que Marie France Pissier, la protagonista de su episodio de “El amor a los veinte años”, y en “La peau douce” entablará relación con François Dorleac… Produce un poco de vértigo atar todos estos cabos convirtiendo entonces la película en una especie de expurgación moral, si no es en “un alegato contra la cobardía en los afectos y en la verdadera entrega amorosa a otro ser”…
Dicho esto, ya todas las demás cosas en que me fijé especialmente ayer, viendo de nuevo la película, lejos del ascenso y descenso del personaje protagonista, son de abasto más limitado.
Uno de ellas es de carácter geográfico y habla de lo que engaña el cine, llevando al desconcierto a los que conocen algo el sitio de rodaje. Igual que Jack Nicholson hacía unos recorridos por la ciudad en “The reporter” que resultaban de lo más estrambóticos para los barceloneses, en “La peau douce” la pareja protagonista se desplaza por la noche desde el Elevador de Santa Justa hasta el Hotel Tivoli, que conozco por ser (pese a lo cutre que resulta visto desde los ojos de hoy) el de primer nivel que reservaba en Lisboa mi empresa. Lo de que pasen accidentalmente en su paseo por delante del precioso Elevador da Bica (entonces nada frecuentado por turistas) no es más que una licencia poética que volverá tarumbas a los lisboetas.
Otra: tengo a “La peau douce” por una de las películas más sensuales de François Truffaut, siempre tamizado ese aspecto por el conocido pudor del cineasta, que aquí inventa la famosa escena de la bandeja del desayuno y el gato hambriento (luego recreada de nuevo en “La nuit américaine”, para ocultar al espectador lo que realmente sucede en la habitación del motel. Pues bien. Pese a ese tremendo pudor, hay en la película una secuencia muy famosa y hermosísima (que yo emparento con otra de Buñuel en “Viridiana”, quizás porque seleccionamos a ambas para un “Ombres Mestres” dedicado al erotismo) en la que una vez Nicole abatida por el sueño, Pierre empieza a desnudarla. Pero ayer también me fijé por vez primera en otra, de la que, claro está, no encuentro imágenes, y que sorprende frente a tanto eludido otras veces. Esa escena, surgida cuando Nicole alcanza su bolsa de viaje para poder satisfacer a Pierre en sus deseos cambiandose los tejanos que lleva por una falda, contiene un rotundo primer plano de ella en el coche, de espaldas, enfundada en los tejanos, el torso invisible porque inclinado para alcanzar la bolsa en cuestión. Nunca vi a Truffaut mostrando de forma tan directa una poderosa atracción carnal. El plano se hace más potente si se piensa que no es un plano subjetivo de Pierre, puesto que éste está atento -otro detalle más de los mecanismos de engranajes mencionados- a los contadores del surtidor de gasolina. Es la cámara la que, sin recato, registra y muestra.
Otra más: Truffaut cineasta de la correspondencia. Aquí la carta elegíaca, declarando su enamoramiento total, se trastoca por la urgencia del momento en un telegrama que escribe apresuradamente Pierre en el aeropuerto. Pero, como me hicieron ver ayer a la salida, que Pierre no tiene la capacidad y madurez mental de asumir una relación como esa queda revelado inmediatamente cuando el telegrama se hace innecesario, porque ella no se ha marchado aún, y la tiene a su lado. Pierre arruga y tira lo escrito con tanto apasionamiento.
Una tontería graciosa: Para mostrar el auditorio de la conferencia de Pierre Lachenay Truffaut recurre a un plano (o a un descarte) del auditorio de Les Jeunesses Musicales de “Antoine et Colette”: ¡vemos a Jean Pierre Leaud / Antoine Doinel entre el público!
Y un plano repetido tres o más veces: el que muestra la evidente sordidez inherente a la puerta del hotel de citas al que pretenden ir.
Como otras veces, me he pasado de metraje sólo anotando aquí lo que querían ser sólo unos pocas notas, con lo que dejaré lo descubierto sobre la película en el libro de Hennon (alguna cosa del de la correspondencia con Helen Scott ya la he introducido) para otra entrada.
Yendo rápido hasta el aeropuerto de Orly
uego de miradas en el ascensor del hotel.
Con Franca.
Y Nicole.
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