domingo, 4 de mayo de 2025

Fausto




Tras el desespero cotidiano al no dar con qué ver como sesión nocturna, ayer jugué con ventaja: me propuse ver la copia que tiene Filmin en su catálogo de “Fausto” (F. W. Murnau, 1926).
Me pareció que era una oportunidad de ver una película que apenas recordaba aunque me entusiasmó en su momento, pero ahora despojándola en su visión de todo aquello que pudiera haber tenido de rendición mía ante una obra que se sabe un hito de la historia del cine.
Con esta intención, me acoracé ante sus primeras escenas, propias de un teatrillo ciertamente grandilocuente, que presentan la discusión entre un arcángel y un ángel caído, apostando ambos sobre la posibilidad de torcer el ánimo de Fausto.
No sólo eso. Incluso dejé pasar sin inmutarme todas las escenas, llenas de atiborrado ajetreo, en las que, como respuesta ante la terrible peste, la gente o bien está entregada al fanatismo religioso o bien a las bacanales, para aprovechar un tiempo vital que se sabe efímero.
Todo para llegar a una primera escena que, por fin, baja el tono para situarse a nivel terrenal. Hablo de la desesperación de Fausto, el anciano gran científico y alquimista, al ver lo impotente que resulta para, con sus remedios, evitar la muerte de la madre de una chica que le ha ido a buscar: como él mismo dice, ve con asombro su tiempo dilapidado, porque no sirve para nada ni la Fe ni la Ciencia que con tanto ahínco ha cultivado. Me ha parecido una escena extraordinaria. Y sin que destaque en ella, por vez primera en el metraje, ningún papel cartón como decorado.
Tras eso, Fausto (Gösta Ekman) invoca, esa misma noche, a Mefisto, en una escena en la que el actor, con sus largas barbas, más parece Moisés en la montaña con las tablas de la ley. Ahí surge el pacto por un día de prueba, convencido Fausto por Mefistófeles cuando éste, experto en malas artes, le hace aparecer la imagen de otra joven, cuya capa apenas si cubre el entorno de su cuerpo desnudo y le deja pensar lo que podría hacer él de convertirse a su vez en jovenzuelo.
Es por entonces cuando se produce el vuelo con Mefistófeles, con la capa de éste como alfombra voladora que se desplaza sobre los techos de las casas de la ciudad y más allá, en imagen icónica si la hay. Incluyo por ahí el fotograma de los dos divisando desde lo alto el panorama de la humanidad sobre la que demostrar su poderío…
Van a ver a la Princesa de Parma en su boda, con un novio que se queda de golpe compuesto y sin novia, lo que aprovecha Mefistófeles, que se las sabe todas, para hacer firmar a Fausto la prórroga necesaria del pacto para poder llegar al punto del éxtasis total con su amante.
Otra escena a saborear se da cuando Fausto ya está harto de tanto placer a su antojo (para entonces la Princesa de Parma ha desaparecido del mapa, abandonada por otros placeres), y surge en su mente la visión (otra foto que incluyo) de su casa -¡Heimat!, exclama- cuando vuelve a sentirse apesadumbrado, hastiado, pese a su enorme poder.
Llega a su pueblo por la celebración de la Pascua y allí, en idílica escena doméstica, como de cuadro flamenco, aparece Margarita con su madre (no encontré imágenes por internet). Ella, providencial para bajar la película aún más a la Tierra, y hacer ver que el paraíso puede ser terrenal, está interpretada por Camilla Horn, una chica que impuso Murnau, que sólo la había visto haciendo un doble de piernas en su “Tartufo”, para hacer de la inocente y virginal que no consiguió que hiciera Lillian Gish.
Otra imagen increíble -y eso que la copia de Filmin es la de la restauración a partir de varias copias internacionales efectuada por Luciano Berriatúa hace mucho tiempo, cuando aún no se disponía de la perfección de medios de los últimos años- es la de Fausto viendo desde fuera a Margarita, de espaldas, en la nave de la iglesia, con un efecto de contraluz por los rayos de sol que entran por una vidriera, para, en un plano posterior (y de éste sí que aporto una imagen, haciendo un apaño a partir de una foto que hice directamente al monitor de la tele), el rayo de sol incidir directamente sobre ella. Fausto sigue mirándola obsesivamente, para intranquilidad de Mefistófeles.
Después de una ascensión a la casa de ella por un decorado retorcido que quizás tenga más significado intrínseco que el de Caligari, siguen escenas preciosistas de vida casera de ella, ilusionada por un collar que puede suponer la certeza de un primer amor, y otras que casi podrían tildarse de escenas pastoriles (última foto). Se da entonces cuenta de un idilio de lo más romanesco, sólo atemperado por escenas bufas paralelas entre la tía de la niña angelical -que no tiene nada de esa madera- y Mefistófeles en misión terrestre.
Aunque Mefistófeles se muestre como un auténtico cerdo, las maledicencias de los vecinos, luego su papel de jauría humana y finalmente su ausencia de corazón ya nos dejan situados totalmente, pese a finales diferentes, en un mundo responsable de sus males sin necesidad alguna de lo sobrenatural, absolutamente terrenal y muy próximo…
Siendo ésta la última película de Murnau en Alemania, debiera hablar de sus hallazgos formales, obtenidos mediante técnicas imaginativas, absoluta novedad. Pero aunque me he fijado en ese techo tan bajo de decorados por los que se mueven los personajes y aunque me está dando vueltas en la cabeza la extraña sensación conseguida en una secuencia, con Mefistófeles de protagonista, mediante un travelling con la cámara en retroceso y luego en avance, pues en esta ocasión me ha dado por fijarme en el argumento e imágenes pictóricas del film. Todas ellas, según Berriatua, sacadas de dibujos y pinturas clásicas.
En resumen, que, satisfecho con la experiencia, volveré una y otra vez a ella mientras la oferta actual no proponga sesiones con un mínimo de garantía de sorpresa positiva.



 

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