sábado, 2 de agosto de 2025

Antoine et Colette


Viendo a Colette con ese pelo en forma de casco, esa forma de vestir y comportarse tan viejuna, me cuesta admitir que figure tener unos 17 años. Y, sin embargo, todo se debe a las modas del momento y realmente esa era la edad que debía tener Marie-France Pisier cuando hizo con Jean-Pierre Leaud “Antoine et Colette” (François Truffaut, 1962; anoche en la Filmoteca).
Leyendo las cartas de Truffaut a Helen Scott supe hace poco (*) que el primero, el 12 de enero de 1962, rompiendo su costumbre de no hablar de cosas personales, frente a los continuos esfuerzos por lo contrario de Scott, le suelta que “me siento muy cansado, nervioso y triste, debido a estar terriblemente enamorado de una chica de 17 años y medio (…)“. Y líneas más abajo: “Te gustaría al menos tanto como Madeleine (su mujer, a la que HS conocía); es moderna, muy femenina, de izquierdas , Sartre-Beauvoir, muy trabajadora (economía política para convertirse en asesora legal) y… actriz, ya que ha sido buscando una chica para actuar con J-P Léaud como la he conocido”. Atando cabos, está claro que esa chica de 17 años debía ser MFP…
En cuanto a las localizaciones: en una visita me propuse explorar un poco el París de Truffaut que, como todo lo relativo a sus películas, tiene mucho que ver con su persona y biografía. Recorriendo el Boulevard de Batignoles, me detuve en cada encrucijada, a ver si daba con el edificio desde el que Antoine Doinel, al inicio del episodio, abre de par en par las persianas de su habitación y se pone a contemplar el ajetreo de la ciudad. Pero, como decimos por aquí, “tenia els papers molt mullats”, y no saqué demasiado en claro. Me quedé con un recodo como el más factible, pero en realidad varios podían haberlo sido. Ahora he apuntado los nombres de algunas calles que aparecen en la proyección, y queda para la próxima. Lo que me resultó ayer claro es que el mediometraje es como una radiografía del momento del barrio y de las costumbres y formas de vida de los que corrían por entonces por ahí.
Dos cosas finales. La primera: En esta visión me resultó divertido ver un recurso similar al que utiliza en “La peau douce” para evidenciar la satisfacción por haber obtenido el compromiso para un encuentro amoroso. Si en aquella el personaje de Jean Desailly encendía todas las luces de su habitación, no cabiendo de gozo en su cuerpo, aquí es Antoine Doinel el que sube el sonido del tocadiscos al máximo, exultante.
Y la segunda y última. Aunque se trata claramente de una comedia ligera, pues te ríes de verdad con los tropiezos amorosos de Antoine Doinel, la película lleva dentro, como suele ser habitual en Truffaut, una notable tristeza, que queda evidenciada en la canción del final (leo ahora que interpretada por Xavier Despras), en la que se alude, con un cierto tono apesadumbrado, a los sufrimientos que provoca el amor a los veinte años, mientras van pasando fotos bastante melancólicas del París de grandes fotógrafos.
(*) Pero buscando cuál era la canción que se oye al final (información que no encontré ahí) vi que ese trozo de correspondencia ya figuraba en la biografía de Toubiana, sin que me hubiera impresionado entonces: las lecturas, que con esta cabeza tan olvidadiza no me cunden…





 

viernes, 1 de agosto de 2025

El robo del códice


Siento una debilidad inconfesable que confesaré aquí: Desde que vi las series que hicieron Elias León Siminiani y Justin Webster sobre asuntos de crímenes que habían tenido una repercusión mediática tan grande como para producirles esos programas, grabo y me pongo a mirar el inicio de las que se anuncien por tv.
Quiero tranquilizar un poco: no estoy del todo enfermo, y suelo eliminar la grabación, asqueado, a los pocos minutos. A la que se ponen a dilatar los tiempos, a repetir y a poner músicas de misterio o a soltar carnaza para ir atrapando al respetable, puerta.
La que me trae aquí, cuyos tres capítulos acabo de ver, es “El robo del códice” (Elena Molina, 2022; RTVE). No es que no tenga buenas dosis de esas nefastas características, pero he llegado a su final. Más que nada, por la curiosidad ante lo carpetovetónico que se revela en ella.
A ver: que roben el valioso Códice Calixtino de la Catedral de Santiago de Compostela, acontecimiento que inundó los noticias de todos lados, no tiene nada de carpetovetónico, pero si lo tiene, y mucho, el funcionamiento interno que se refleja en la serie de una institución como esa catedral y todo ese entorno que cobija.
Si a eso se suma una serie de puyas al comportamiento de unos jueces y policías que se pierden por aparecer en la tele y alguna cosa más, pues… eso justifica, parcialmente, el sacrificio de soportar de lleno tanto convencionalismo con el que está hecha.
Todo sea por la imagen de la picaresca, casi de grabado antiguo, que uno se forma sobre el recorrido que al menos en ese caso hacían las monedas y billetes depositados en los cepillos “para las almas del purgatorio”, para un santo milagroso o para lo que se les hubiera ocurrido a sus forjadores.

El extraño recorrido de un empleado (quizás deba decir un “autónomo”) de la catedral, grabado por una cámara.

El antiguo Deán y el antiguo organista de la catedral, hoy, en declaraciones para la serie.

Ante una gran expectativa, la policía y el estamento judicial llegan a la plaza del Obradoiro para hacer entrega del contenido envuelto por esa toalla.

Y reflejo para las cámaras de todos los medios.