domingo, 28 de febrero de 2021

Cure



Hasta el jueves 4 a las 17h se puede ver en mk2 Curiosity “Cure” (Kiyoshi Kurosawa, 1997).
Aparentemente es un film policiaco en el que un policía investiga unos extraños crímenes que van revelando un componente psicótico que va llevando hacia el cine de terror, hasta chapotear de lleno en ese terreno.
Como pieza de uno u otro género ya podría valer, pues Kurosawa sabe llevar el film muy bien. Utiliza una cámara que está en casi continuo movimiento, sin grandes aspavientos, como si solo ayudara funcionalmente a mostrar la acción, pero ya se sabe que es la observación más neutra del mundo envolvente la que le hace adoptar un áurea más fantasiosa.
Pero a mí lo que me gusta del cine de este Kurosawa, cuando está -como en este caso- bien llevado, es que me ofrece una comprensión, vía sensorial, de la vida en el Japón actual (en este caso de final del siglo XX) extraordinaria, que no suelen ofrecer otras películas. En este caso una vida en tensión, en espera de algo que no se sabe que será, pero bastante angustiante, me temo.
Por cierto. Si alguien ha visto la película,¿me sabría explicar la escena que capta la cámara, tras una panorámica o cambio de eje en el restaurante, justo antes de los títulos de crédito finales? Me ha dejado desconcertado, sin saber qué pensar de ella.





 

Retrats d'indians - 1


Un programa hecho por Alonso Carnicer que explica muy bien el ascenso social (y posterior caída...) de los “indianos” que, procedentes de su enriquecimiento en Cuba, se construían una aparatosa casa en Sitges, Vilanova, Arenys o Vilassar....
26 minutos.




https://www.youtube.com/watch?v=qu5VCQmsnEs



 

Mi Rembrandt



Pues ya he vuelto a ver desde el principio, despierto, “Mi Rembrandt” (Oeke Hoogendijk, 2019; Filmin). Salvo por su deriva final, hacía el documental escándalo, y un personaje que me produce auténtica grima, he confirmado mi aprecio por ella y creo que puede resultar por momentos apasionante para los amantes de la pintura.
Por su mediación puedes entrar en alguno de los misterios que esconden las pinturas del gran maestro, en casas de gente tan adinerada que hasta son capaces de tener entre su patrimonio un Rembrandt, llegas a participar del bienestar que pueden ofrecer espacios confortables, mientras atiendes a las intuiciones y explicaciones sobre cómo piensan gente entendida y expertos que hacía sus pinturas Rembrandt.
Como se ve estoy hecho un imperdonable conservador. Tan solo me haría falta poseer una sala con chimenea y un cómodo sillón en ese entorno íntimo, en el que, acompañado de un buen Rembrandt, pudiera ponerme de forma confortable, abrigado, a leer un buen libro.





 

The two sights




El mundo digital ofrece cosas increíbles, pero muchas veces no funcionan cuando más se necesitan. Ayer estaba cansado y me daba pereza ir a la Filmoteca a ver la película para la que había reservado entrada -“The two sights”, Joshua Bonnetta, 2020; Festival La Inesperada- por aquello de que iba de las Hébridas Occidentales, unas islas a las que siempre he deseado ir y a las que siempre he acabado por no ir debido a lo complejo (continuo uso de ferrys, pocos sitios donde dormir, tiempo y dinero necesarios...) que es planificarlo.
Finalmente, haciendo de tripas corazón y pertrechándome de los elementos anti-coronavirus, me decidí a ir hacia la parada de autobús, con poco tiempo por delante. La pantalla que avisaba de lo que faltaba para el próximo bus no funcionaba y solo construía una y otra vez una frase que, aparecida letra a letra, decía que en el autobús debes ir con la mascarilla puesta.
Consulto entonces una aplicación que da esa información de tiempo a esperar para el próximo bus, pero no lo dice. Solo da la frecuencia teórica de paso según sea día laboral o festivo. A fastidiarse, pues, y a esperar y ver qué y cuándo llega.
Transcurren los minutos y ningún autobús, de ninguna línea, pasa por la parada. A lo lejos se ve uno, pero tiene las luces apagándose y encendiéndose, como si estuviera estropeado.
Ya que he salido de casa, no voy a volver ahora con la cola entre las piernas, sin haber visto la película, me digo. Paro un taxi, con el que llegaré seguro en horario. Pero en la Gran Vía la Guardia Urbana para y desvía los vehículos. Deberé continuar a pie, casi corriendo -me digo-. Quiero pagar el taxi con la VISA, pero -segunda prueba fracasada- algo no funciona en la terminal y debo acabar pagando en metálico. Echo a caminar a paso rápido. Un poco más abajo , al cruzar una calle, veo que a mi derecha toda la manzana está ocupada al completo por camionetas de la policía, con sus luces azul claro intermitentes, y a mi izquierda avanza una manifestación con pancarta que no acabo de distinguir, porque cruzo acelerado, y banda sonora compleja. Pasada esa encrucijada, el sonido de un helicóptero me persigue hasta que por fin entro en el edificio de la Filmoteca.
Llego justo a tiempo y debo ser de los últimos que se suman a una sala llena (al 50% estipulado), para ver algo totalmente opuesto al ajetreo experimentado.
La película, rodada en 16mm, dice que va a hablar de unas islas en las que sus habitantes notan poca diferencia entre el cielo de encima de sus cabezas y la tierra de debajo de sus pies. De vez en cuando se aprecian variaciones enormes de la luz con la que estamos viendo algo: conociendo esas latitudes, son nubes que van y vienen repentinamente.
El film es interesante, aunque no profundizo mucho en el conocimiento sobre las Hébridas, porque el realizador, el canadiense Bonnetta, aunque muestra algún que otro paisaje, está más interesado en las texturas, los reflejos y la captación de la lluvia, el mar y la niebla, en objetos retorcidos y maltrechos por los elementos, en escuálidos cangrejos y arañas o bien en los sonidos asociados, dando por resultado un conjunto ambiental que podría ser de cualquier otra zona costera de por esas latitudes.
Eso, en cuanto a las imágenes y parte de la banda sonora. Pero en esta última hay algo más: paisanos de diferente pelaje, a los que no vemos, nos explican el mundo de vivencias sobrenaturales, de extrañas premoniciones que ellos mismos o alguien muy allegado a ellos han experimentado.
A la salida, un clima extraño se vive también por la calle. En las Ramblas, muy vacías, como siempre últimamente, unos cuantos jóvenes, de uno y otro sexo hacen fotos con el móvil a unas vallas y material de obras que está acumulado, algo retorcido, en un lateral. Poco más arriba, la fachada de una oficina del BBVA en un edificio singular está que da pena verla. Cajeros, puertas y otros elementos reventados y quemados. En la acera, por el suelo, vidrios y mucha agua. Los bomberos han debido apagar hace poco un fuego provocado. Otro objetivo de las fotos de los que, discreta y rápidamente, pasan por ahí.
En la parada de bus tampoco funciona la pantalla (tercera prueba condenatoria). Ésta dice : “Sin datos”. Justo en el momento en que más se necesitan esos datos. Pregunto a un señor que me dice que cree que funcionará, pero acaba de llegar. Lo dejo ahí y me meto en el metro. Llegando a casa, el helicóptero se deja ver y, como si se tratase de una performance religiosa, deja caer hacia la ciudad un haz luminoso. Su ruido sigue siendo el protagonista absoluto de la banda sonora.




 

sábado, 27 de febrero de 2021

Mi Rembrandt

No he encontrado otras imágenes de la casa sin títulos de crédito.



He abierto los ojos y vuelto a la conciencia tras un pasajero sopor de sobremesa justo cuando pasaba una escena increíble de “Mi Rembrandt” (Oeke Hoogendijk, 2019; en Filmin), que prometo volver a ver en condiciones, porque si esta escena no es una casualidad, valdrá ciertamente la pena.
Un ejecutivo del Rijksmuseum bien vestido, bastante joven, con garitas redondas, relata su visita a la casa de Eric de Rothschild en los Champs Ellysées de París. Ha ido para negociar la compra de una pareja de cuadros, los retratos de Maerten Soolmans y Oopjen Coppit, que un joven Rembrandt pintó cuando se instaló en Amsterdam. El barón ha anunciado hace poco que los ponía a la venta.
Oímos el relato que hace el visitante: Una pequeña puerta de los Campos Elíseos da acceso a la casa. Tras entrar nos encontramos en una habitación sin grandes ostentaciones y, sin embargo, vemos que en ella todos sus objetos, por pequeños que sean, son de primera calidad.
Por esas maravillas del cine, mientras oímos el relato, vemos la escena. Aparece por una puerta un señor vestido de negro quien, muy amable, pregunta:
- ¿Mientras tanto quieren tomar algo: champagne, agua, coca-cola, vino tinto?- y la cámara nos deja ver esos objetos depositados por aquí y por allá, de madera noble, formas bien trabajadas...
Eric de Rotshchild, sonriente, sentado en un sillón, explica que vende los cuadros por “una cosa muy antipática que hay por todo el mundo, los impuestos. En Holanda también hay impuestos y para pagar el impuesto de donación de mi hermano vendo estos cuadros. Prefiero que él no venda los suyos”.
Más tarde, tras valorar la veloz pincelada, de quien sabe lo que hace, de Rembrandt, explica que siente muy próximos esos dos cuadros, tan familiares, que ha visto siempre a uno y otro lado de su cama. Él a la izquierda, Oopjen, a la que ve más despierta e inteligente, a la derecha.
La película va, por lo que veo, sobre la belleza y la pasión por ella.



 

La historia real de Aung San Suu Kyi

Aung San Suu Kyi saludando al que creo que es Min Aung Hlaing, jefe de la cúpula militar y que este mes se ha hecho con todo el poder.

Aung San Suu Kyi subiendo, por vez primera, al suntuoso parlamento para el que fue elegida en 2012, tras muchos años perseguida políticamente.

La autopista de 20 carriles que lleva hasta la nueva capital fantasma del país, donde se erigió el nuevo parlamento y varios edificios gubernamentales.

Esas escaleras llevan a la entrada del nuevo Parlamento.

Para ser sincero lo que más me impresionó de este documental fueron las escenas de la increíble autopista (vacía) de veinte carriles que lleva a la nueva área del parlamento de la capital -Naipyidó- construida en medio de la nada por los militares de la dictadura de Myanmar -la antigua Birmania-.
Me lo recomendaron poco después del actual golpe de estado en el país, se puede ver en Filmin, es una producción danesa y se llama “La historia real de Aung San Suu Kyi” (“On Inside of a Military Dictatorship”, Karen Stokkendal Poulsen, 2019).
Puedes estar de acuerdo o recelar de cómo han resuelto en él la papeleta de explicar las razones que llevaron a la premio Nobel de La Paz a esas declaraciones sobre el conflicto de los Rohinyá que la hizo caer en el mayor de los descréditos, tras haber sido la gran esperanza de Occidente para acabar de una vez por todas con la dictadura militar. Pero, en cualquier caso, lo que no puede negarse al documental es su claridad en la explicación de todo el proceso que la llevó hasta el puesto de liderato gubernamental del país, de todas las triquiñuelas legislativas empleadas a partir de la Constitución existente fabricada por los militares.
Así, queda claro que la clave del proceso aparentemente democratizador que emprendió la casta militar fue lograr el objetivo de acabar con las sanciones internacionales que endeudaban, aislaban y empobrecían al país. Todo lo que sigue es diáfano, además, porque cada grupo social y político viste a los suyos de un determinado color: el verde de sus uniformes corresponde a un ejército que mantuvo su status de forma inviolable, el tradicional traje local de color blanco (¡con sus sandalias tipo brasileñas!) a los militares que, de la noche al día, pasaron a regir la “democracia militar” y, por último, los miembros del NLD, es verdad que algo más coloridos, tienen el rojo como color predominante.
Antiguos militares convertidos en altas figuras del nuevo estado, gente del NDL, se prestan a explicar desde su posición y ambiente actual, con un inglés a menudo tan elemental que ayuda a mostrar lo elemental de sus estrategias, su visión de lo acontecido.
Tras ver la película, parece que estés algo más preparado para situar acontecimientos como el del pasado 31 de enero.


El antiguo militar que, convertido en el primer “hombre de blanco” que asumió la presidencia del país, explica a Karen Stokkendal Poulsen y a nosotros el supuesto proceso de transición a la democracia.

Un miembro del NDL, que suelta unas risotadas enormes después de cada frase, hace lo propio.

 

viernes, 26 de febrero de 2021

Oú est-tu Bertrand Bonello?


La pieza que Bertrand Bonello ha hecho, sobre sus cosas, para el Pompidou (16 minutos):


 

Claudi Montañá



¿Quien se acuerda de Claudi Montañá? Como su firma aparecía en prácticamente todas las revistas que compraba a inicios de los 70, no fui ayer al acto de la Biblioteca Vapor Vell sobre él, pero sí que lo presencié en directo por el Canal de las Bibliotecas de YouTube.
El motivo del acto, presentado por el omnipresente en estas lides David Castillo y con Juanjo Fernández y Josep M. Ripoll- era la presentación de un nuevo libro del Ayuntamiento de Barcelona, dentro de su Biblioteca Secreta-siempre explorando zonas de los años underground barceloneses-: “Estoy hablando de mi generación. Artículos 1972-1977”, que recopila escritos de Montaña recogidos de Nuevo Fotogramas, Star, El Viejo Topo, Vibraciones, Ajoblanco y hasta El Papus, con el seudónimo de Pegasus.
No es que haya sabido mucho más de Claudio Montañá -al que no conocí personalmente- de lo que ya sabía previamente. Por un amigo de Manresa sabía esa supuesta primicia oída ayer de que fue quien llevó, con mucho acierto, porque los que por ahí pasaron lo recuerdan con entusiasmo, el Cineclub de su ciudad natal. Y luego apenas si se ha dicho algo más que eso de que llevaba un cabello muy largo y que escribía en toda la prensa paralela del momento, así como las referencias a su temprano -1977- suicidio.
Es normal. El editor del volumen, Josep M. Ripoll, es de una generación muy posterior. David Castillo era también bastante joven, aunque ya compraba y leía todo lo que aparecía, y Juanjo Fernández estuvo y conoció a todos por su papel de editor de Star (la suerte que tuvieron muchos de conocer al hijo de un editor de cómics dispuesto a publicar lo que querían: en la sesión confesó que en su revista no había consejo ni reuniones de redacción: Ramón de España, Juan Bufill, todos los autores le pasaban los textos que habían escrito y él se los publicaba), pero siempre da la impresión de que no vivió del todo el aire de los tiempos. Así las cosas, David Castillo se esforzó en intentar revivir todo lo posible lo que recordaba de esa época y ambiente.
Aún así, fue muy interesante oír de Juanjo Fernández ese retrato que hizo de Montañá, como una persona que llevaba la tristeza dentro, llegándole a comentar un día eso de “No sé: cada día te levantas, vas al cuarto de baño, coges la pasta de dientes, aprietas bien el tubo para no desperdiciar ni un poco de pasta,...”
Josep M. Ripoll ha echado un capote diciendo que posiblemente hubo dos Montañá: el hombre cultivado, muy activo, de Manresa y el más aislado en su mundo de Barcelona. Siendo de 1944, continuó diciendo, vivió la aparición de los Beatles y los Rolling Stones, viendo pasar luego todo ese universo de los grupos musicales de los 70, de los hippies, la psicodelia, etc.
Claudio Montañá se suicidó ya en 1977, de sobredosis de somníferos, en el Hotel Manila de Las Ramblas.
El libro, para quien le interese, dicen que tiene 300 páginas, está muy bien editado y solo cuesta 10 euros. Aquí la grabación del coloquio:






 

jueves, 25 de febrero de 2021

Cursos



Como febrero pasa siempre volando, estamos ya a las puertas de marzo y, curioseando por las redes, saco la impresión de que ese será -siempre en plan on line- el mes del documental cinematográfico reciente.
Dos cursos veo que lo tienen como protagonista, aunque estoy convencido de que poco tendrán que ver entre sí. Por un lado está el casi doctorado (30 horas lectivas: se alargará hasta mitad de abril) impartido por José Luis Guerin. Unas sesiones a degustar con delectación -como todo lo suyo-, gozando de sus siempre sorprendentes selecciones de extractos de films, explicaciones y reflexiones: “Un itinerario por el documental contemporáneo”, se llama.
Por otro, el primer curso de estas características propuesto por la Federació Catalana de Cineclubs, que quiere con él iniciar, si tiene buena aceptación, todo un nuevo recorrido. En este caso serán 6 horas las que iniciadas -deduzco- con la referencia a un tipo muy especial de cine documental, seguirán luego por otros derroteros, puesto que su título es el mucho más amplio “El llenguatge cinematogràfic des de l’arribada de la televisió”. Éste lo impartirá Oscar Pérez, quien es también -aunque viendo sus cosas yo no diría que ese era su origen- realizador de televisión y, por tanto, habiendo trabajado en ambos mundos, una persona muy adecuada, con conocimiento de causa, para hablar de ese aspecto.
Óscar Pérez es el realizador de los cortometrajes sobre “El sastre” que tenía su local -creo que ahí sigue...- delante de Sant Pau del Camp (una de las nuevas aproximaciones al documental urbano más logradas de los últimos tiempos), de “Hollywood Talkies” (sobre aquellos españoles que fueron a la Meca del cine para las dobles versiones de la llegada del sonoro o de “La mejor opción”, una ficción con mucho de documental dentro.
José Luis Guerin, más citado últimamente en el extranjero que por aquí, aunque por modestia seguro que no se nombrará a sí mismo, podría y de hecho debería ser uno de los realizadores seleccionados de su propia charla, porque todos sabemos lo que supuso la aparición de su “En construcción” -por no decir de otras de sus obras, más centradas en ese cine en primera persona del que también quiere hablar, parece, Oscar Pérez- en el panorama documental patrio.
Puertas a marzo, pues. Aquí los enlaces a las dos páginas con todos los detalles organizativos:




 

miércoles, 24 de febrero de 2021

No hay parto sin dolor ni recluta sin transistor


¡Que me publican en La Charca!
A lo tonto a lo tonto, voy dejando por FB, La Charca Literaria, La Ignorancia y algún que otro sitio, como un perro va dejando su marca por esquinas y postes, retales de mis memorias. Lo que se dice rápido...
En esta ocasión, aunque ya lo había olvidado, con este título tan bueno de “No hay parto sin dolor ni recluta sin transistor”, producto, como no podía ser de otra manera, de la sabiduría popular, va un poco de hazañas bélicas, otro poco de un momento de plenitud y otro de bajada brusca a la realidad en una época realmente negra política y humanamente hablando.
Todo ello salpimentado, aunque debiera decir que originado, por la visión de ese momento musical de “Foxtrot” (Samuel Maoz, 2017).
(No he dado con la visión nocturna de mi recuerdo y, en su defecto, cuelgo esta foto que he sacado de la página de turismo de Hoyo de Manzanares. Solo falta hacer lo de la noche americana y quizás surja entonces algo parecido).



 

No hay parto sin dolor ni recluta sin transistor

Creo que la frase era esta. Quizás el momento en que más pude experimentar su verdad fue en el campamento de Hoyo de Manzanares, a donde habíamos ido desde Fuencarral para hacer unas prácticas de tiro. No es que uno fuera un belicista, ni siquiera un cazador. Es que en mi juventud te obligaban a ir a la mili y estaba yo en la Academia de Artillería haciendo el segundo periodo de lo que llamaban la IMEC, un recorrido de “instrucción militar” reservado para universitarios.


Hoyo de Manzanares está situado en una sierra cercana a la del Guadarrama, al norte de Madrid. Debido a esa estancia (¿o fueron dos?) por ahí se me quedó grabado a fuego su nombre. También existen razones cinematográficas para ello. Por esa época se rodaron varias películas en un caserón de su término municipal y en una de ellas —Ana y los lobos, de Carlos Saura (1973)— Geraldine Chaplin era una jovencita que recibía el acoso de tres estrafalarios personajes ya bastante talludos —José María Prada, José Vivó y Fernando Fernán Gómez—, hijos de la no más cuerda Rafaela Aparicio, convertida, en esa misma casa, en protagonista de la posterior Mamá cumple 100 años (1979).


Desde el campamento no se vislumbraba la casa, que no debía estar lejos. Durante la hora de “paseo” tuve oportunidad de cruzar la carretera y descubrir un sitio donde hacían unas tortillas, embutidas en unas barras de pan enormes, que sabían a la plancha en la que estaban hechas, pero que por lo menos quitaban el hambre; y, lo más emocionante: pude asistir a una sesión en el espectacular cine en el que, unos visionarios del nicho de negocio —que dirían años después los del márquetin— que representaba una numerosa tropa concentrada y aislada, habían convertido un enorme cobertizo, acondicionándolo solo mediante unas hileras de sillas de madera, sin pavimento alguno, solo la tierra de la ladera, que se alfombraba cada tarde con unos centímetros de cáscaras de cacahuetes, de pipas y de otros materiales en general —pero no siempre— inertes, mientras rugidos mil salidos de aquí y de allí apenas dejaban oír los diálogos de la destrozada película proyectada.


Estas eran actividades fuera de lo reglamentado, pero de entre las otras también guardo memoria de una experiencia impresionante, que aún me emociona. Una noche me tocó hacer una guardia. Unos cuantos agraciados estuvimos durmiendo acurrucados, acumulados dentro de una tienda, en un alto, en el exterior del entorno edificado, vestidos con todo el uniforme y sus complementos, intentando atajar un frío atroz, que nos iba invadiendo sigilosamente. 


Me tocó la última guardia, antes del toque de diana. No me despertaron no del sueño, porque ahí, con ese frío, era imposible dormir, sino de ese estado de duermevela propio de las circunstancias. Era noche cerrada. Recogí el cetme y, siguiendo los consejos del reemplazo anterior, me instalé en el puesto de guardia —otro eufemismo: ni garita ni nada, solo una roca que sobresalía, como plataforma en voladizo— con un par de mantas sobre los hombros, cubriendo la trinchera que culminaba el uniforme. Buena gente, el que salía de la guardia anterior me prestó también su diminuto transistor, que pasé a acoplarme al oído, debajo del pasamontañas, mientras miraba al horizonte, envuelto en el silencio de la noche.


La escena es fácil de imaginar, porque encierra muy pocos elementos: una figura acarreando un arma para cumplir el expediente (en ese momento aún poseían la sensatez de decir a los que hacían guardia que no se les ocurriera poner balas en la recámara, no fuera a ser que se causara algún daño a alguien) acoplándose el pequeño transistor al oído, envuelto todo su cuerpo, cabeza incluida, con todo abrigo posible; arriba y enfrente de la minúscula figura, un amplísimo cielo totalmente negro y el horizonte solo roto por unas lejanas luces, que debían corresponder a la ciudad de Madrid. Mientras nuestro recluta oía por el transistor las lastimeras lamentaciones radiofónicas de algunos solitarios rondando la madrugada o alguna musiquilla, podía pensar, melancólico, en las múltiples actividades, a él vedadas, que debían tener lugar en la gran ciudad. Poco a poco, las luces artificiales de Madrid, allí al fondo, se iban viendo acompañadas de las luces que anunciaban un nuevo amanecer. No sé si porque se desarrolló al máximo ese sentimiento de auto-conmiseración por encontrarme ahí preso de las circunstancias, pero el instante me pareció precioso. 


Pues bien: volví a recordar ese momento viendo el trozo intermedio de Foxtrot (Samuel Maoz, 2017), una película israelí que habla no solo de la absurdidad de este tipo de hazañas bélicas, sino que previene, de una forma que creo eficaz, de los males que pueden acarrear.


En la película, unos jóvenes soldados están destinados en una barrera de control en una carretera que se pierde en el infinito. Allí, en una escena, el casi protagonista se marca un baile con su fusil ametrallador, mostrando la facilidad de los pasos de un foxtrot que suena, atronador, en la banda sonora. Una inspiración no tan emotiva como el pasodoble Suspiros de España que sonaba mientras un miliciano, tarareándolo, se ponía a bailar con su máuser en Soldados de Salamina (David Trueba, 2003), pero que aportaba simpatía y empatía con el personaje.


Ese y los otros soldados pasan su tiempo libre en el interior de un contenedor que se va hundiendo en el fango, por lo que no pueden ver a lo lejos una ciudad despertándose, pero cuando están junto a la barrera levadiza, tentando al absurdo, llegan a ver pasar por ahí, soñadores, hasta a un majestuoso dromedario. Quizás sea su destino, que acude a saludarlos. 


Me pregunto si tuve yo también, en Hoyo de Manzanares, un aviso del destino como ese. Una mañana, esparcidos por el monte, cansados después de unos ejercicios que no recuerdo, dieron la orden de subir a las cajas de los camiones, porque regresábamos al campamento, donde nos esperaba el rancho. Los camiones estaban dispuestos en hilera, uno tras otro, en el camino de tierra, en medio de una bajada pronunciada. Visto y no visto, reconocí a unos cuantos soldados que se apretujaban para auparse a la parte trasera de su camión y, poco después, pude ver cómo el camión posterior, quizás con sus frenos mal activados, impactaba con el de delante de manera brusca, tras lo que se oyeron unos gritos de dolor que dejaban presagiar lo peor. Recuerdo haber corrido los diez pasos que me separaban del lugar con la respiración entrecortada, pensando que lo inevitable había sucedido.


Todo me lo había montado en mi mente. En la caja del camión unos carcajeantes reclutas no entendían la cara de pavor y la angustia con la que les pregunté, al no ver ningún cuerpo aprisionado entre los hierros, si estaban todos bien. Luego supe que con mi experiencia únicamente me había adelantado en el tiempo. 


Porque, un año después, el sábado 27 de septiembre de 1975, me desperté con la confirmación de la noticia de que habían fusilado a los cinco últimos condenados a muerte durante el franquismo. A tres de ellos los asesinaron (voluntarios de la guardia civil y la policía nacional, que algunos testigos vieron bajar borrachos del autocar que los traía para la operación) en Hoyo de Manzanares. Volví a revivir de forma inmediata el paisaje y los angustiosos gritos.

martes, 23 de febrero de 2021

La carreta fantástica

Los alegres y algo aristocráticos amigos, insobornables vagabundos calentándose y comentando lo rastrero de este mundo bajo un puente.

Lo aterrador -realmente muy molesto- ruido de la carreta para sus próximas víctimas.

Un ángel que llega a un amor terrenal.

“La carreta fantástica” (Victor Sjöström, 1921) es una de las más famosas películas del cine mudo sueco, pero ignoraba que Julien Duvivier, conocido por aquí por “Pépé le Moko” (1937) y sobre todo por “La bandera” (1935) -ambas con Jean Gabin)-, que cuenta además con películas tan extraordinarias desde el punto de vista cinematográfico como “Aún bonheur des dames” (1930), había realizado en 1939 una nueva versión, que ahora está pasando por TV5Monde.
Rodada casi íntegramente en decorados de los estudios de Billancourt, sin olvidar las imágenes fantasmales de la carreta -algo macarrónicas- y de su disfrazado conductor, como las que hicieron famosa a la de Sjöström, reforzadas aquí por el sonido chirriante de los ejes de la carreta que tanto obsesionan a sus víctimas, casi se convierte en un dramón sobre tiempos lúgubres, como si supiera todas las desgracias que iban a llegar en los años siguientes a su rodaje.


En el local del ejército de salvación.

Louis Jouvet compone un plausible conductor de la carreta.

 

Melancolía


La Federació Catalana de Cineclubs busca actividades compatibles con los confinamientos que han sido y pueden seguir siendo y una de ellas la organiza con la red de bibliotecas públicas.
Hoy me he acercado, curioso, a ver en mi tableta el coloquio que, llevado por Julio Lamaña, iba a ser el tercer nudo de una actividad para la Biblioteca de Vallirana. Era para sacar punta a la película “Melancolía” (Lars von Trier, 2011), siendo los otros dos nudos previos ver la video introducción al film en el canal YouTube de la Federació y revisar antes la película, cosas que, entre nosotros, no había hecho, lo que me ha restado bastante operatividad en mis argumentos.
Mi curiosidad ha quedado bien satisfecha y he salido, además, con una serie de ideas en la cabeza que, si venzo mi aversión al realizador, quizás tenga en cuenta en alguna de sus próximas películas.
Ha colgado Julio Lamaña primero la música que se emplea (el “Tristán e Isolda” de Wagner) y una serie de cuadros ligados a ese estado de melancolía que viene a ser el protagonista máximo del film. Por ahí estaba Brueghel el Viejo, pero también la Ofelia de Millais, no muerta, pero sí en disposición de ello, como expresa con esas manos extendidas con las palmas hacia arriba.
Lamaña, el único partidario de Von Trier de entre los que se han expresado, ha señalado que plantea todas las posibles posturas ante un hecho terrible como es un fin del mundo irremediable (La depresión, la ansiedad, el suicidio,...) valorando lo que tiene de salida personal, como implicación artística. En este sentido, debería volver a ver ese final, con el niño, que ha llevado hasta su idea, a ver si von Trier gana puntos en mi estimación, que está por los suelos.
Todo sea dicho, esta “Melancolía” es de las pocas cosas suyas que salvaría, colocándola en un ciclo sobre el fin del mundo -demoledor- junto a “El caballo de Turín” (Tarr) y las imágenes finales de “La hora final” (Kramer).



 

lunes, 22 de febrero de 2021

Carrière según Garrel


En “Les Inrockuptibles” de esta última semana preguntan a Philippe Garrel sobre el recientemente fallecido Jean-Claude Carrière, obteniéndose por resultado unas declaraciones que tanto pueden servir para seguir dando pie a sus detractores (que señalan que su colaboración como guionista ha dado fin al misterio de sus películas) o a sus partidarios (que señalan que gracias a ella sus historias han podido llegar a mucha más gente).
Al margen de explicar que su encuentro con él fue a través de su hijo Louis, que sorprendentemente, pese a la diferencia de edad, era muy amigo suyo, Philippe Garrel explica las razones de su elección diciendo que en Francia hay buenos dialoguistas, pero no demasiados verdaderos guionistas, entre los que sitúa a Carrière.
Le gustan mucho -continúa- unos pocos grandes guionistas (nombra a Mark Peploe y Gérard Brach) que “piensan en función de las imágenes de un film. Hacen un trabajo visual. La mayoría de los guionistas se sirven de los diálogos para desarrollar la trama, por ejemplo. Los verdaderos guionistas lo hacen de forma visual. Carrière buscaba contar una historia por una continuación de imágenes, no por el diálogo.”
“Yo trabajo con Jean-Claude, Arlette Langmann y Caroline Deruas, porque el guión lo hago siempre en equipo. Pero Jean-Claude era el Dalái lama, en la vida era un filósofo. Y cuando trabajábamos a cuatro bandas era para nosotros el que tenía la autoridad del que sabe: nos ayudaba a dar a luz el film que queríamos hacer. (...) Me ha enseñado cantidad de reglas sin enunciármelas. Con cuatro guiones en conjunto, he aprendido un montón.”