Nunca entendí por qué Truffaut había rodado una película como “Une belle fille comme moi” (1972; ayer en la Filmoteca), que encontraba de lo más zafio y en cierta forma equivalente en alguna de sus escenas a penosas comedias españolas de la época.
Ya la había vuelto a ver en otra ocasión, hace mucho, para ver de redimirla, pero siguió para mi ahí, atrapada entre el fango.
Ayer me dirigí a verla con poquísimas ganas (esa canícula que se va prolongando…) y escasas esperanzas de soportarla. De hecho, a la que aparece Bernardette Lafont, en su papel de presidiaria acusada de homicidio, entrevistada por un sociólogo que quiere presentar una tesis sobre las mujeres criminales (André Dussollier), y empieza a hablar de forma acelerada y barriobajera de todos sus líos primero con su padre y luego con cada uno de los amantes que exprime, me reafirmé en mis juicios previos.
Pero, ya que había tenido la curiosidad de volver a ver de nuevo todos los films previos, más que sobradamente conocidos, de la retrospectiva Truffaut, y pensando que me sería casi imposible hacer otro tanto con los que quedan tan ordenadamente como hasta el momento, me puse a pensar qué tenía esta “Una chica tan decente como yo” de Truffaut, pese a mostrarse tan alejada de su forma de hacer, alocada farsa para resarcirse del enorme fracaso de su previa “Las dos inglesas y el continente”, en la que tanto interés personal había invertido.
Quizás fue el adoptar esa postura la que, inconscientemente, fue acercándome paulatinamente primero al papel de Berdardette Lafont y luego a toda la película, hasta el punto de mentir si dijera que no me había hasta reído con ninguna de sus escenas y que, en esta ocasión, no salí con una cierta sonrisa si no de satisfacción sí de complicidad.
Pero debería responder a eso: ¿qué vi que hubiera de Truffaut la película?
Camille Bliss (B. Lafont), primero de todo, era la versión rural del Antoine Doinel de “Los 400 golpes” -y del mismo Truffaut, claro- en cuanto a haber tenido una infancia aquejada de falta de cariño. Al poco tiempo vemos que el sociólogo, caído indefenso ante la belleza y “autenticidad” de Camille, va a sostener que ha sido este desarrollo en familia errado el que va a ocasionar luego todos los comportamientos posteriores de ella de los que ahora se le acusa.
Pero lo estoy escribiendo como si de una obra empeñada en dar una lección de moral social se tratase, cuando todo está bañado por la exageración, buscando la farsa y el efecto cómico (que intenta encontrarse hasta provocando movimientos rápidos de los fotogramas). Quizás sea lícito entonces pensar que ahí detrás está Truffaut a su vez mofándose de todas las interpretaciones psicoanalíticas de bajo nivel que cantidad de críticos de cine pergeñaron hablando de sus películas.
Una segunda constatación te hace finalmente pensar que quizás no habría que olvidar del todo esta película a la hora de hablar de la filmografía de François Truffaut. Ahí va: ¿no vendría a ser el inocente sociólogo un trasunto del personaje de Belmondo en “La sirena del Misisipí”, correspondiéndole entonces a Lafont, en sus trapicherias, un personaje muy similar al de Deneuve?
Pero hay más cosas “truffautianas”:
-Actores de la factoría, como Liotard (como bastorro pueblerino) o Denner (en un papel irónica y diametralmente opuesto a los de sus intervenciones anteriores). Todos ellos y los demás, por cierto, apareciendo su imagen en la película y nombre real al final del film, exactamente como pasaba en “Las dos inglesas”. Una costumbre buenísima, que facilita muchísimo a los espectadores el conocimiento de los actores, y que hoy está, desgraciadamente, casi totalmente olvidada.
-Una serie de característicos geniales, de esos que llenan la pantalla con sus apariciones (como el viejo guardián charlatán de la prisión o el aún mejor -por el final- compañero de celda)
-Cameos de diferentes miembros del equipo técnico de la película (el gerente de La Carrosse y productor del film Berbert o el ayudante de dirección Stevenin) o amigos de otros entornos (como el crítico de Cahiers Delahaye).
-Frases divertidas de esas tan elaboradas: “El champagne es la limonada de los mayores…”. Soltada, por cierto, en un decorado que tiene una pared en la que está colgado un dibujo que representa a Mozart… que constituye una cierta obsesión del director y ya había salido en otras películas suyas.
-El uso de la canción francesa, como, por ejemplo, en “Baisers volés”. Para la película se compusieron especialmente canciones, pero también se oye en su banda sonora un “J’attendrai” que, gracias al movimiento de cámara que tiene lugar cuando suena, vemos que afecta tanto a un preso -que ha de esperar el final de su condena- como a la muchacha que pacientemente esperará su liberación.
Por lo demás, la película me sirve también para sumar unas barreras adicionales entre el personaje masculino y femenino que no creía encontraría por aquí (los barrotes de una prisión) y un uso muy divertido al estilo Lubitsch de una puerta cerrada para que sea el espectador el que piense que es lo que se está desarrollando detrás. Aquí con la ayuda de un sonido de bólidos de carreras.
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